Un pimiento. Eso es exactamente lo que les importamos los
ciudadanos a nuestros políticos, al menos a la mayoría de ellos. Qué otra consecuencia
se puede sacar del rifi-rafe, casi sainetesco y digno de grandes marrulleros
como los defensas Pepe y Ballesteros, en que se han enredado la alcaldesa de
Madrid, Ana Botella, y el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio
González, a propósito de dramas ciudadanos tan descarnados como el
desmantelamiento de un hospital de referencia, para convertirlo en geriátrico,
en el barrio de Salamanca de la capital o la muerte de cuatro jóvenes en un
concierto en el que falló todo menos la asistencia.
Lo peor es que una y otro hablan por boca de ganso, porque,
en realidad, están representando el papel que les escriben Alberto Ruiz
Gallardón, desde su despacho de ministro, y Esperanza Aguirre, desde la
presidencia del Partido Popular de Madrid, que no ha abandonado, ni pare
dispuesta a abandonar. Se tiran los trastos a la cabeza. Lo malo es que los
trastos son nuestros.
Parece mentira que quienes parecen tan distantes como para llamarse,
poco menos que ignorante, porque eso es lo que vino a decir González cuando se
enteró de que la alcaldesa había firmado contra el cierre del hospital decidido
por su gobierno o a sembrar las dudas sobre las decisiones de su gabinete, sean
tan parecidos.
Una y otro no han sido elegidos en las urnas para el cargo.
Uno y otro son el Plan B de Gallardón y Aguirre, los tapados que agazapados
tras los cabezas de lista eran la cuota que Gallardón necesitaba para abrochar
algunos apoyos en el ayuntamiento o la mano izquierda, esa que hace trabajos
sucios sin que se "pringue" la derecha, para Esperanza Aguirre.
La guerra sorda y fría entre unos y otros no es nueva. El
ministro Gallardón y la ex presidenta Aguirre aspiran a lo mismo, que no es
otra cosa que convertirse en el recambio que necesitará Mariano Rajoy cuando
antes o después de agotar la legislatura, ojalá sea antes, tenga que dejar La
Moncloa. Ambos, el ministro y la ex que no lo es, son parejos en el nivel de
ambición en la sangre. Pero sus perfiles públicos son bien distintos. Gallardón
es el taimado, el de las buenas palabras, que fue capaz de hacerse pasar por
progresista ante una parte importante de la ciudadanía, cuando en realidad se
ha revelado como un talibán conservador en asuntos como el del aborto, más por
convencer a quienes nunca le han querido en Génova, que por su comportamiento
nada pío, si se compara con el de otros compañeros del Gobierno. Aguirre, por
el contrario, nunca ha pretendido salir bien en la foto ni quedar por lo que no
es. Sabe que tiene parroquia fija y que a los madrileños les gusta y mucho ese
nacionalismo rancio, negacionista de otros nacionalismos que se gasta la
condesa.
Pero Esperanza Aguirre es, además, mucho más lista que
Gallardón, porque ha elegido a su tapado, mientras que el del ministro es un
lastre que, con una magnífica visión de futuro y cálculo, le puso alguien en la
candidatura, porque ahora que le ha tocado ser algo más que un florero,
gestionando la crisis del Madrid Arena, ha mostrado bien a las claras todas sus
carencias.
Como ya escribí ayer en Facebook, han pasado de taparse
descaradamente las vergüenzas a bajarse los pantalones unos a otros, para
dejarse con el culo al aire. Se han comportado como esos ciclistas que en la
escapada colaboran y se ayudan, hasta que se acerca la meta. En ese momento
nadie conoce a nadie y, si hace falta, se ponen en el camino del contrario las
tachuelas del Madrid Arena o el Hospital de la Princesa.
Habrá quien, caritativamente, pueda pensar bien de ellos. Os
aseguro que sólo buscan perjudicar al contrario, ni siquiera su propio bien,
salvo que venga del hundimiento del otro. No les interesa el bien común ni
nuestro bienestar porque, no lo olvidéis, les importamos un pimiento.
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