Ya sin máscaras, el verso suelto del PP se empeña en
descolgarse a la derecha del poema, como si tratase de hacerse perdonar entre
los votantes de su partido tanto maquillaje cultural y falsamente progresista
como gastó en su etapa en la Comunidad o el Ayuntamiento de Madrid. Pero, como
digo, una vez llegado al Gobierno, una vez hecho el camino se ha quitado las
botas y el disfraz para volver a aparecer como el delfín de Fraga en Alianza
Popular, más de derechas, según su padre, que don Pelayo, que siempre ha sido.
La ley de Tasas que debería haber entrado hoy en vigor, de
la que nos ha salvado, de momento, la tardanza en la llegada de los
correspondientes impresos es, debe ser, la plasmación del verdadero pensamiento
del ministro. Habrá que pagar por todo y habrá que pagar mucho. Doscientos
euros, por ejemplo, para recurrir una multa de cien que consideremos injusta o,
mucho peor, quinientos por llevar ante el juez un despido.
Para justificarse, dice el ministro que el encarecimiento o
la implantación de nuevas tasas tiene como finalidad disuadir a los ciudadanos
de recurrir por sistema a los tribunales, logrando así desatascar los juzgados
y agilizar el sistema. Pero lo que el ministro considera disuasión no es, en la
mayoría de los casos, más que un castigo por hacer uso de aquello a lo que
tenemos derecho. Y, lo que es peor, con la entrada en vigor de estas tasas, se
levantará un muro que separe a los españoles que pueden pagar dos veces a los
jueces que ya paga con sus impuestos y los que no los pueden pagar.
Los ejemplos de esta enorme injusticia propiciada por quien
lleva escrito en letras doradas en su cartera que es ministro de Justicia, son
numerosos y sangrantes y lo son en tozos los campos. En una comunidad de
vecinos, por ejemplo, se prima al moroso frente a quienes contribuyen
religiosamente a los gastos del edificio; el que sufre una estafa tiene que
apostar más dinero para recuperar el que le han quitado, las víctimas de los
errores médicos tendrán que sacar de donde no tienen para que se les compense
el daño causado o, del mismo modo, quienes se sientan estafados por una entidad
bancaria, por ejemplo en el caso de las preferentes, tendrán que poner dinero
para enfrentarse a la poderosa maquinaria jurídica de los bancos.
Lo que ha hecho Gallardón es quebrar por la base el
principio fundamental de la justicia universal, que no es otro que el de que
sea gratuita y accesible para todos. Lo que ha hecho Gallardón es, en lugar de
reforzar el sistema judicial español, tan insuficiente desde hace años es
estrechar los accesos a la misma, tan estrechos como mantuvo los del trágico
Madrid Arena -no hay que olvidar que el alcalde que miró para otro lado cuando
la policía denunció las insuficiencias en materia de seguridad del recinto fue
él- para estrangular cualquier aspiración de los humildes de que se les haga
justicia.
Lo de Gallardón son recortes taimados y torticeros. Lo suyo
es tan injusto como lo era castigar sólo con multas los excesos de velocidad,
de modo que, como diría un castizo, quien tenía "posibles" podía
permitirse el lujo, y nunca mejor dicho, de "tumbar la aguja cuantas veces
le permitiese su ancho bolsillo.
La medida de Gallardón, como era de esperar, ha sido mal
acogida por abogados, jueces y usuarios. Al ministro le ha ocurrido lo que a
casi todos sus compañeros de partido con poder que han ofendido y perjudicado a
tantos colectivos que las cañas se les han vuelto lanzas. Que se lo pregunten
si no a su sucesora en el despacho del Palacio de Cibeles que ha visto como se filtraban
uno detrás de otro los documentos que han puesto en evidencia la objetividad y
la inocencia del Ayuntamiento en lo que pasó. Y la cosa no parece que vaya a
parar ahí. Ayer, sin ir más lejos, los bomberos de Madrid hicieron público su
informe sobre el incendio que costó la vida a dos trabajadores en uno de los
túneles de la falsamente llamada Calle 30. Según ese informe, falló todo lo que
podía fallar y las medidas de seguridad eran insuficientes o estaban fuera de
servicio. Quizá fueron las prisas en inaugurarla para ganar las elecciones en
su día o quizá esa necesidad de quitarle el chocolate al loro -y la vida a esos
dos trabajadores- para ajustar el presupuesto de una obra cuestionable que nos
ha dejado endeudados a los madrileños y a nuestros hijos y nietos.
Creo que el ambicioso Gallardón tiene tanto o más peligro
que el pobre Eduardo Manostijeras, porque destroza y hace peor todo lo que toca, aunque le faltan la ternura y la poesía del
personaje de Johnny Depp, que, por más que se empeñe el ministro, nunca
alcanzará.
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