Son ya tantos los años que llevo pasando todos los días por
la Plaza del Celenque de Madrid, justo a mitad de camino entre la Gran Vía y la
Plaza Mayor, que ya es para mí, un poco como el pasillo de mi casa. Pasaba por
allí a primera hora de la mañana o a media tarde, antes de entrar y salir de
trabajar cuando lo hacía, y a media mañana, hoy, en mis largos paseos por
Madrid.
Eran también muchas las ocasiones en a que entraba al enorme
vestíbulo de la sede de Cajamadrid para sacar dinero de cualquiera de sus
cajeros automáticos. De modo que, de alguna manera, la tan peculiar verja de la
fachada de la Caja -Por qué las sedes de Cajamadrid son tan feas. Era un aviso
y no los supimos ver- y los hombres y mujeres anuncio con sus chalecos y sus
octavillas llamando a la venta de oro, eran parte del escenario de mi vida.
Pasos y gestos repetidos que, de un tiempo a esta parte, han
cambiado, porque desde hace días esa verja que cierra la sala de los cajeros está
cerrada y de ellas cuelgan las quejas y las peticiones de socorro de las
víctimas de lo que nació como una Monte de Piedad, para ayudar a los desesperados
a superar las malas rachas, y ha acabado arrojando al frío y la soledad de la
calle a muchos de sus clientes, mientras que los irresponsables "responsables"
de lo que ha sido la quiebra de la entidad, mitad por codicia y mitad por
ineptitud, tienen sus bolsillos repletos y se sienten tan orondos como el
anodino oso-hucha que, durante años, ha sido su imagen de marca.
Desde hace días ya no es posible utilizar los cajeros que
quedan detrás de la verja, entre quienes pasamos por la calle y ellos está la
verja cerrada y repleta de gritos escritos sobre tela y papel, a cuyos pies
acampan con el frío y la lluvia de estos días quienes reclaman ayuda para que
la ley medieval que rige el mercado hipotecario de este país no sólo no les
arrebate la casa que el paro les impide, sino que no les deje encadenados a una
deuda de por vida.
Como os digo paso cada día por allí y me llena de
satisfacción no poder usar esos cajeros, porque los acampados no se han
rendido. Es más, compruebo que cada vez son más y están más firmes y que
quienes nos acercamos a firmar sus peticione somos más cada día. Mucho más me alegra
que el gobierno se haya visto obligado a buscar una salida para ellos y otros
como ellos, algo que harán, si lo hacen, porque ya son demasiados los afectados
y demasiados los que se solidarizan con ellos. Tan grave, tan general y tan injusta es la situación que también los jueces están ponisndo su granito de arena para encontrar soluciones
Lo consigan o no, el ejemplo de estos ciudadanos, muchos de
ellos trabajadores inmigrantes, es el que tenemos que seguir. Hay que salir a
la calle, hay que contarle a la gente lo que nos pasa, mirarles a los ojos y,
sobre todo, hacerles ver que quien también a nosotros, a ellos, nos puede
pasar. Podemos perder el trabajo o la salud y, con ellos, todo lo que tenemos.
Hace unos años, podríamos pensar que la desgracia de los
acampados nos quedaba lejos. Hoy no lo tenemos tan claro. Por eso esas mesas tienen
ya tantas firmas. El PSOE, al menos en Madrid, también se está dando cuenta de
que tiene que recuperar a sus votantes en la calle y de que tienen que ser sus
militantes los que lo hagan, porque sus líderes, las estrellas de los carteles
y de las ruedas de prensas están ya demasiado lejos y demasiado apagadas para encender
nada.
Las grandes cosas se hacen desde abajo y hacia arriba. Desde
arriba lo que se hace son pirámides, no de las que contemplaron a Napoleón y
sus tropas, sino las que, al final, al último que llega le dejan un cargamento
de detergente, unas preferentes, unas carpetas de sellos o unos diputados que no representan sus
intereses.
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