Asco. Simplemente. Eso es lo que siento esta mañana, mucho
asco.
Trabajé muchos años como periodista, creyendo que lo mío, lo
de mis compañeros era una especie de sacerdocio en el que mediábamos entre la
verdad y los ciudadanos, pero no tardé en darme cuenta de que no todos son
iguales, no ya ante la ley, sino, simplemente, ante la verdad que se puede
contar de ellos.
Porque no, la cosa no era como yo la imaginaba, y pronto
pude comprobar que las esposas de los consejeros cantaban mejor que el resto de
los mortales, que Hipercor perdió su nombre cuando ETA causó la masacre en su
tienda de la Meridiana de Barcelona, que Mario Conde, al que sólo verle me
ponía los pelos de punta, era un tipo genial mientras trapicheaba con las propiedades
del banco que presidía. También me enteré de que ese tipo que un dos de mayo me
atropelló empujándome contra la puerta del estudio, rijoso y más de derechas
que Don Pelayo -según su propio padre- era un progresista en las filas del PP
que jugó con vista la baza del Círculo de Bellas Artes, convirtiéndolo en el
salón de actos del Grupo PRISA y en su propio marchamo de mecenas cultural, que
nada tiene que ver con su verdadera personalidad, desvelada como ministro de
Justicia de Rajoy.
Yo creía en mí trabajo y también creía en mi empresa. Hasta
que un día, sin previo aviso, me sacaron de donde estaba, para hacer sitio a la
nueva estrella contralada a golpe de talonario y con su propio equipo impuesto,
por un señor que, después de haber organizado más de un estropicio, vive hoy un
exilio dorado en Miami. Me mandaron a un lugar oscuro, en el que también traté
de cumplir con mi trabajo y ser feliz. Y casi lo estaba consiguiendo, entre
gente que, por cierto, creía poco en la empresa y mucho en la adulación a los
jefes, hasta que mi enfermedad fue agravándose -dicen que el estrés no es buen
compañero de la diabetes- y después de un ingreso hospitalario y el deterioro
de mi vista me pusieron en la calle, con una indemnización que hoy quizá sería
inalcanzable, pero en la calle.
Al cabo de un tiempo, ya con una pensión y la vista muy
dañada, alguien me aconsejó poner en un depósito parte de la indemnización y
consulté con Manolo, el canalla que venía ocupándose de las cuentas de mis
padres, la mía y las de mis hermanos desde hacía más de treinta años. Y, a
sabiendas de que yo no podía leer papeles y mucho menos letras pequeñas, nos
embarcó con engañifas y buenas palabras, hablándonos siempre de un plazo de
cinco años, a mí y a mis padres en las malditas participaciones preferentes,
que yo acabé contratando, porque creí en todo momento al papanatas de Miguel
Ángel Fernández Ordóñez que repetía una y otra vez, también en esas fechas, las
excelencias y la buena salud de la banca y las cajas españolas. Yo, en esa,
como en otras ocasiones, pequé, como tantos, de exceso de fe en las buenas
intenciones de miserables como el tal Manolo o el, todavía no sé si inútil o
canalla, Miguel Ángel Fernández Ordóñez.
Hoy acabo de enterarme de que la Unión Europea quiere
imponer una quita de hasta el 50% a esas preferentes, colocadas de manera
miserable a gente en la que pesó más la fe que la desconfianza hacia quienes
habían tenido su dinero desde hacía tanto tiempo. Me entero también de que van
a despedir a muchos de los empleados de Bankia y ni siquiera me queda el
consuelo de que uno de ellos sea el tal Manolo, porque, después de abusar de
quienes les creímos, probablemente a cambio de primas por objetivos, se
prejubiló, supongo que con unas magníficas condiciones.
Mi único consuelo en estos años ha sido pensar que, además
de tener una buena familia que se preocupa por mí en todo momento, gracias a
mis médicos y enfermeras he podido mantener unas condiciones de vida bastante
aceptables que me hubiesen costado la pensión y los ahorros que me quedan, de
no ser por el sistema público de sanidad que también nos quieren quitar esos
miserables que no ven personas ni ciudadanos, sino votos y oportunidades de
negocio en quienes les elegimos o dejamos que les elijan.
Confiaba también en el PSOE como si de un partido
progresista y obrero se tratase y el tiempo me ha demostrado que no, que han
preferido siempre los votos, los cargos y los consejos de administración a los
principios. Y no hay más que verlos, sumidos en el más profundo de los
agujeros, despreciados incluso por su propia militancia. Para colmo, les
"pillan" con el "carrito del helao" en Sabadell. Y pillán
al alcalde de la quinta localidad de Cataluña, enredado en una trama con un
concejal del PP, qué pensarán sus votantes, y con el número dos y responsable
de la campaña electoral del PSC acusado de mediar ante una concejala para dar
un puesto de trabajo no sé a quién.
Y siento asco, mucho asco, porque no me puedo fiar de casi
nadie. Porque esta misma mañana acabo de escuchar a quien exculpa a Daniel
Fernández, el nº 2 del PSC, porque al fin y al cabo no se le acusa de corrupción,
sino de tráfico de influencias. Y yo me cago en todo lo que se menea, que diría
un amigo, porque quizá ese puesto de trabajo que Fernández reclamaba para
alguien le correspondía a alguien mejor preparado o, por qué no, más necesitado
porque tiene que pagar una hipoteca y los gastos de una familia.
En fin, asco, asco, mucho asco es lo que siento. Por eso,
para aliviarme, hoy me he metido los dedos y he vomitado un poco. Lo he manchado todo, pero ahora me siento mejor.
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1 comentario:
Ajito y agua templada para este sofocón. Ánimo.
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