Hace ya muchos años, quizá treinta, me tocó pasar unos días
en Argel, donde fui enviado de manera improvisada, para "rascar"
algo, enterarme, de lo que estaba ocurriendo en un chalé de una playa, cerca de
la capital argelina. Lo que estaba pasando no era otra cosa que lo que, al
final, acabó conociéndose como las "conversaciones de Argel", el
encuentro, fracasado, por cierto, entre Rafael Vera y una parte de la dirección
de ETA, para poner fin al terror de la banda., que, finalmente, no llegó a
nada.
De aquellos días en Argel, poco o nada saqué sobre el
encuentro que me llevó allí, salvo la amista de algunos compañeros que, como
yo, fuimos allí para nada, porque la impenetrabilidad del régimen del FLN
argelino, su nada discreta vigilancia sobre nosotros y el miedo de los
ciudadanos a meterse en líos hacían difícil enterarse de nada. Por eso lo único
que me traje de allí fueron unos dátiles difíciles de olvidar, algún recuerdo y
la satisfacción de haber pisado las calles que pisó Albert Camus y la maraña de
calles y escaleras donde Pontecorvo rodó "La batalla de Argel".
Todo lo anterior y un cierto agobio por la sempiterna
presencia del verde y el blanco de las banderas que colgaban en todas las
calles y de todas las partes. También, la lectura de un artículo de una revista
crítica, todo lo crítica que puede ser una revista en un régimen como aquel, en
el que el autor se quejaba de que se contabilizase como un éxito de la
revolución la producción de kilómetros y kilómetros de banderas en un país que
acababa de sufrir una revuelta por la subida del precio de la sémola, base de
la alimentación de una gran parte de la población. Hambre, dificultades, falta
de libertad y banderas, que me recordaban a la España de otros tiempos, la
misma a la que, parece, hoy nos quieren devolver algunos. No había comida, no había libertad, pero había banderas
Como habéis podido deducir, mi relación con las banderas no
es muy buena. Soy de la misma opinión que mi abuelo Eustasio, para quien las
banderas apenas eran los trapos con los que algunos se sirven para llevar
a la gente al matadero. No me gustan las banderas. Ni siquiera la que, dicen,
representa a mi país, la que el veinte de noviembre de 1985, vaya fecha, juré
por poco más que lo que llaman imperativo legal o por miedo al castigo. Y es
que se me hacía difícil, a mis treinta años y con una familia en ciernes,
haciendo caso de eso del "dulce et decorum est pro patria mori",
porque siempre he pensado que la vida es el mayor tesoro que tenemos y que
perderla o quitarla por ese trapo, que diría mi abuelo, es una estupidez.
Por eso nunca me veréis con una, nunca veréis un en mi
balcón. Tampoco me veréis arrancando una ni, mucho menos, pisándola o
quemándola, ni una ni otra, ninguna, porque, si las banderas son, como dicen un
resumen de creencias, sentimientos, procedencias o historias, como todos los resúmenes,
no lo cuenta todo, no explica todo, simplifica y simplificar es manera más
fácil de equivocarse.
Creo que, si es necesaria la bandera para identificar
edificios oficiales, sea. Lo que no me gusta es verla, como pretenden el
aprendiz de brujo Pablo Casado o el inconsistente Albert Rivera, en las manos o
los balcones de particulares, porque una bandera en manos de individuos siempre
resulta agresiva, siempre parece separar y marcar diferencias, siempre pretende
marcar diferencias: "esta es la mía y no la tuya" o "yo la pongo
y tú no". Banderas que pueden estar en la ventana de quienes ni siquiera
tienen balcón al que asomarla y poco o nada reciben de lo que dicen que
representa, o en manos de quienes evaden impuestos o llevan sus tesoros a
paraísos fiscales, de esos que ni siquiera la cuelgan en el balcón, porque la
izan en el mástil del jardín de su fortín particular.
NO. No me gustan las banderas, ni las de metros y metros
cuadrados, impuestas más que puestas, en plazas como la madrileña de Colón, ni
las banderitas que se ponen en manos de niños y no tan niños que aún no saben
lo que son, ni ellos ni las banderas.
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