Me eduqué en un modesto colegio de barrio, el barrio que,
precisamente, expulsados del centro de Madrid por la especulación, hoy han
escogido muchos jóvenes actores para vivir. Mis padres, con cuatro hijos, tres
varones y una niña, la pequeña, no podían permitirse llevarnos a colegios de
curas, como entonces se suponía que convenía para una buena educación. Fue una
suerte, porque con sus crucifijos y sus retratos de Franco, aunque tenía las
instalaciones justas, tenía también un excelente profesorado, pero, mirándolo
con la perspectiva que da más de medio siglo de distancia, lo mejor que tenía
era lo que no tenía, los curas.
Sólo pasaba por allí un cura, el que nos daba Religión. Un
buen hombre mayor, con la sotana raída y ya parda, al que, asilvestrados como
éramos, probablemente hacíamos sufrir más de la cuenta, pero, pese a la
humildad de su atuendo, era limpio y, como digo, un buen hombre. El resto del
profesorado, magnífico, tenía os pies en el suelo y, además de dar sus
materias, hablaban con nosotros de la vida y del mundo real, lo que, en
aquellos tiempos de dictadura, no dejaba de entrañar un cierto riesgo. Pero lo
hacían y gracias a ellos, creo, aprendí a pensar y a no conformarme con
respuestas fáciles.
Nada que ver con las experiencias que me contaban los primos
o las que conocía a través de amigos que sí iban, pobrecitos, a colegios
religiosos, experiencias que a menudo dejaban traumas y, siempre, un cierto
poso contradictorio en su comportamiento y su ideología.
Viene todo esto a cuenta de los ecos del magnífico serial
emprendido por EL PAÍS a propósito de los abusos a menores por parte de sacerdotes
y del papel de malicioso y cruel encubridor asumido por la jerarquía de
la iglesia católica española, la misma que, después de haber crecido en poder,
riqueza e influencias bajo el dictador al que llevaban bajo palio, amparará su
momia en la cripta de una de sus catedrales cuando sea desalojada del mausoleo
que mandó construirse para agravio de sus víctimas. A cuento de que esa iglesia
lleva décadas, si no siglos, abandonando a los niños que sufren los abusos y
protegiendo a los autores de tan horribles crímenes ocultándolos a la justicia
de los hombres, la única que debe imperar y esta tierra evidente y tan lejana
de los quiméricos paraísos que predican.
La iglesia católica, tan acostumbrada como está a meterse en
nuestras vidas y alcobas no consiente que conozcamos y midamos con nuestras
leyes la magnitud de sus crímenes. Por eso, cuando el daño causado en un niño
por los impulsos mal reprimidos de un monstruo que no ve otra forma de salir
del infierno mal asumido del celibato sale a la luz en el ámbito familiar,
trata de ocultarlo por todos los medios, poniendo en duda, primero, la versión
de la víctima, presionando a la familia, después, y, si no queda otro remedio,
escondiendo al monstruo en alguno de sus muchos conventos o trasladándole a
otra parroquia, a otro "cazadero" en el que ese criminal enfermizo,
que otra cosa no es, no tardará mucho en buscar nuevas víctimas para sus
abusos.
La iglesia, lleva siglos haciéndolo, maneja el tiempo a su
antojo, aparta a los abusadores descubiertos en su seno, hasta que el olvido o
la prescripción les ponen a salvo de la justicia ordinaria. Y no sólo eso,
acomoda sus leyes internas y a quienes deben administrarlas a su antojo y,
sobre todo, miente. Miente como lleva siglos haciéndolo, porque, para quien administra
desde hace dos milenios la fe ciega y candorosa de sus fieles más honrados y
crédulos, mentir es fácil. Mentir y colocar al frente de la comisión que ha de
reformar los protocolos, el modo en que la iglesia aborde las denuncias de
abusos, a un vicario de la diócesis de Zamora implicado en el encubrimiento de un
caso de abusos del que tuvo conocimiento.
Yo, como hijo que soy de una navarra, fui a misa desde
pequeño, primero con mis padres y luego, a los doce o trece años, por mi
cuenta, con mis amigos, hasta que sentí el hedor de aquel cura comido por
el morbo que juntaba su mejilla con la mía, mientras hurgaba, babeante, en la
naturaleza de mis naturales tocamientos. Fue en ese momento cuando, gracias a ese
asqueroso sacerdote, descubrí, por suerte y para siempre, el hedor de esa
fétida halitosis canónica que sigue padeciendo la iglesia católica en general y
española en particular.
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