Vivo en Madrid, en una zona de clase media baja venida a
menos por la crisis. Ha sido mi barrio desde que nací y sigue siéndolo. Un
barrio que me ha servido como termómetro de lo que le estaba pasando a mi país,
como envejece, como las calles se han convertido en un abanico de acentos y
colores, cómo, con la crisis, crecieron las colas del paro, yo mismo estuve en
una, y cómo los contenedores de basura y las papeleras se convirtieron en una
forma de supervivencia, cuando no en un oficio, como si se cerrase un círculo y
aquellos traperos que, en mi infancia, recogían la basura piso por piso
hubiesen reaparecido ahora, a pie de calle.
Vinieron los grandes supermercados y con ellos los
"chinos", que vinieron a cubrir el hueco dejado por los comercios
tradicionales del barrio, obligados a cerrar ante la imposibilidad de competir
con los primeros. En fin, un paisaje cambiante que, para quien ha visto estas
calles como campos, es más que asumible, tanto que, incluso, se llega a querer.
Con lo que no puedo, lo que me irrita y me apena es que, en
las calles principales de ese barrio, de un tiempo a esta parte hayan brotado
como flores en mayo las casas de apuestas. En un tramo de la calla principal,
la que en tiempos llamábamos "la carretera" y bajo la que, desde
finales de los sesenta, pasa el metro las casas de apuestas, a uno y otro lado
aparecen apenas cada cien metros y ese, de todos los cambios es el único que no
estoy dispuesto a asumir.
Mi barrio es ahora un barrio de inmigrantes y pensionistas,
de gente humilde que cada mes gana lo justo para sobrevivir y que día tras día,
cada cien metros, soporta la tentación de multiplicar lo poco que gana,
apostándolo en una de esa cuevas llenas de luces de colores y pantallas, donde
ganar parece lo más fácil, aunque al final, sólo lo parece, convirtiendo a
algunos, demasiados, de mis vecinos en enfermos ludópatas, adictos al juego,
porque piensan que, en la siguiente apuesta ganarán.
Eso en la calle, donde las máquinas tragaperras, en las que
hombres y mujeres se juegan el salario o la compra, con sus luces y sus
musiquitas se habían convertido ya en un parte del paisaje. Pero, por malo que
parezca, eso no es lo peor. Lo peor está en casa, en los televisores, los
ordenadores, las tabletas y los móviles, donde la tentación, el vértigo de
apostar y ganar, que al final siempre es perder está a unos pocos clics, un
peligro, ya una plaga, que ha prendido con sus garras en el corazón y la cabeza
de muchos jóvenes.
Sin embargo, esto que es evidente, parecen no querer verlo
los gobiernos, unos más que otros y los medios de comunicación. Y no lo quieren
ver porque son parte interesada, porque, con el juego, unos recaudan impuestos,
o deberían hacerlo, y otros, porque ingresan miles y miles, cuando no millones,
de euros en esa publicidad que satura las pantallas de televisión y las radios,
con la complicidad de "famosos" que, sin rubor, saldan sus deudas
colaborando en la extensión traicionera de la peor plaga de este siglo.
El juego, que estuvo prohibido durante el franquismo,
reapareció en nuestras vidas con la democracia de a mano de bingos y caseros.
Siempre habían convivido, eso sí, la lotería, los ciegos y las quinielas, cuyo daño estaba
más o menos controlado, pero, con las tragaperras y las casas de apuestas, el
juego busca a sus víctimas en la calle o lo que es peor, en la soledad de sus
casas, donde una pantalla, un teclado y una tarjeta de crédito pueden, sin
necesidad tocar un sólo billete, una sola moneda, sin hablar ni ver a nadie, en
la más absoluta y desamparada soledad, vaciar cualquier cuenta corriente.
Dicen que la de la guerra y la del juego son las industrias
que más tecnología punta desarrollan y utilizan, tecnología que a veces
comparten. Por eso hay que ser muy candorosos para pensar que todo en el juego
es limpio. No hay más que ver como está influyendo en el fútbol, donde cada vez
son más frecuentes, el último ayer mismo en Bélgica. los escándalos por
partidos, generalmente de fútbol, que se amañan para manipular los resultados y
volcar las apuestas a favor de las mafias que los amañan.
Mientras tanto el juego corre por nuestras ciudades y por
las redes como el terrible torrente que arrasó ayer San Llorenç en Mallorca, llevándose
por delante la salud, la fortuna y la familia de quienes caen en su hipnótico
caudal, dejando a su paso millares de víctimas, cada vez más y más jóvenes.
Por eso no es lógico, salvo por una evidente carencia de
escrúpulos, que los gobiernos parezcan mirar hacia otro lado ignorando el
problema, cuando no, como acaba de hacer el mío más cercano, el de la Comunidad
de Madrid, se permitan bajar los impuestos de las salas de bingo, perjudicadas
por las nuevas formas de juego. Tampoco es lógico que nadie ponga coto a la
terrible espiral en que han entrado el fútbol, la televisión y el juego, una
espiral en la que los clubes fichan jugadores cada vez más caros, construyen
estadios más grandes y sofisticados que acaban pagando con los derechos de
retransmisión de los partidos que juegan, que esas televisiones pagan
insertando la odiosas publicidad del juego con un nivel de saturación, bloques
de minutos y minutos de anuncios dedicados sólo a las casas de apuestas y de
burla escandalosa a las avisos de los perjuicios del juego a los que la ley
obliga que merecerían al menos algún reproche de las autoridades.
No sé cuánto tardarán en darse cuenta quienes tienen poder,
el que les hemos dado, para cambiar las cosas, ponerle coto al juego, pero creo
que ya va siendo hora de que nos demos cuenta de que todo eso de lo que hoy he
escrito no nos es ajeno, de que el juego, las consecuencias de la ludopatía,
que llenan ya juzgados y consultas es un problema de todos. Y por ello, como en
los sesenta contra el fuego, creo que todos deberíamos estar hoy contra el
juego.
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