Para empezar, reconozco que no estoy en mis mejores
momentos. El optimismo que me inyectó, a eso de las ocho de la tarde, las
primeras encuestas que uno no sabe muy bien para qué se hacen, quizá para ir
dando cuerda a las largas noches electorales de las teles, el optimismo, digo,
acabó esfumándose y dando paso a la tristeza de haber tocado la gloria con las
manos, para perderla luego, por habernos dejado llevar por la euforia y el
deseo demasiado prematuros.
Para mí, que voto desde Madrid, una vez perdido el
ayuntamiento sin haber recuperado el gobierno de la comunidad, el único
consuelo ha sido el de ver cómo se castigaba en las urnas la soberbia y el
egoísmo de Pablo Iglesias que tiene demasiada prisa, tanta o más que Albert
Rivera, por pisar la sala del Consejo de Ministros y que, por más que pretenda
hacer ver lo contrario, sacrifica el destino de todos al suyo propio.
Yo, como muchos madrileños, di mi voto a Íñigo Errejón,
Carmena ya lo tenía, para que la lista "Más Madrid", con él a la
cabeza, quedase por encima de las candidaturas que, con más rencor que sentido
común, presentó o animó a presentar Iglesias compitiendo con las de Errejón y
Carmena. Me creí en la obligación de poner a Iglesias en su sitio, bajándole
los humos, para que cayese en la cuenta, de una vez, de que no todo es
manipulable y de que sus formas, las que le han permitido controlar con mano de
hierro su partido, dejándolo al margen de esa sociedad a la que dice servir,
porque no es lo mismo una asamblea de facultad, ni siquiera un Vistalegre, que
todo un país, con sus parlamentos y sus ayuntamientos.
Estas son las horas en que sigue faltando la explicación del
líder de Podemos, estrepitosamente mudo desde que se evidenció el desastre de
sus apuestas. Se marchó por la puerta de atrás del lugar elegido para una
celebración que, finalmente, terminó por no llegar y dudo que llegue en las
próximas horas, salvo que apueste otra vez, por culpar, cada vez con menos
credibilidad, a las bestias del infierno y a los santos del cielo de algo de los
que él, ensoberbecido y ciego es el único responsable.
Frente al silencio de Iglesias, la euforia de Pablo Casado y
sus candidatos que, perdiendo escaños y votos podrían conservar, siempre con el
apoyo envenenado de Vox, podría colocar al triste de José Luis Rodríguez
Almeida en el sillón de Manuela Carmena y a la inconsistente Isabel Díaz Ayuso
al frente de la Comunidad, algo que parece inevitable, salvo que alguno de los
partidos de la izquierda, sin posibilidad de sumar para que gobiernen Gabilondo
o Carmena, acceda a abstenerse para dejar gobernar a los candidatos del PP sin
depender de la hipoteca de Vox.
No sé vosotros, pero yo esperaba que los veintiún mil
millones de euros que administra el gobierno autónomo de Madrid fueran a parar
a una mejor sanidad, a una educación más igualitaria o a una cada vez más
necesaria atención a la dependencia, pero lo de esta mañana, el relativo
fracaso de Carmena y Errejón, sin acceso a las vallas, las banderolas y los
debates, anuncia malos tiempos para los más desfavorecidos, que verán como se
recortan los servicios y sus derechos, mientras saborean el amargo caramelo de
una bajada de los impuestos, que no de sus impuestos, que compraron a los
candidatos del PP o Vox, y comprueban una vez más que las promesas electorales,
sobre todo algunas, son sólo eso.
Quien estará sin duda contenta será la altiva Cayetana
Álvarez de Toledo, solitaria diputada del PP en el Parlament de Catalunya, que
ya no tendrá que perdonar a Manuela Carmena el vanguardismo en la vestimenta en
la Cabalgata de Reyes, porque si todo va tan mal como apunta, habrá
terciopelos, habrá oropeles y pesados mantos y, si me apuráis, a falta de
camellos, desfilará, patrocinada por Vox, la cabra de la Legión. Yo, en mi carta, pediré a esos reyes magos carcas que, en las próximas elecciones, se pueda elegir no sólo a los candidatos preferidos, sino, también, a los vecinos
No hay comentarios:
Publicar un comentario