Quien siga con una cierta atención la vida política de este
país se habrá dado cuenta de que el refrán castellano "cuando no hay
harina todo es mohína" debió nacer de la observación del comportamiento
de quienes han decidido dedicarse "profesionalmente" a esa
actividad tan necesaria, cuando las cosas viene mal dadas, las urnas hablan y
la realidad deja de parecerse a su discurso, por más que la prensa amiga, que
casi todos la tienen, se empeñe en llevar la contraria a la realidad.
Que el domingo pasado el Partido Popular y su líder, Pablo
Casado, se estrellaron en las urnas, que ese PP, de la mano de Casado, se
aventuró por terrenos desconocidos al radicalizar su mensaje, muy especialmente
en lo que tiene que ver con Cataluña y Euskadi, tratando de cegar cualquier
esperanza de salida dialogada para el conflicto que asfixia a la primera y
resucitando un conflicto ya cerrado en el caso del País vasco, no admite dudas.
Tampoco las admite el hecho de que este partido fue
condenado hace poco más de un año por lucrarse con las irregularidades llevadas
a cabo a través de la trama Gürtel por destacados militantes y cargos públicos
del partido, una condena que estuvo en el origen de la moción de censura
presentada por los socialistas, con Pedro Sánchez como candidato a la
presidencia, que se llevó por delante a Mariano Rajoy y su más que dilatada
carrera política.
No menos evidente es que, ante el deterioro del PP, aunque
con menos impulso del que cabía esperar tras la victoria en las elecciones
catalanas de Inés Arrimadas, Ciudadanos se postulaba como segunda fuerza en la
derecha y que al PP le brotó un retoño por la derecha, Vox, que poco a poco,
intoxicando su discurso fue agostando el tronco original y secando sus rañas en
las diversas autonomías.
Unos y otros se han agarrado al clavo ardiendo de cada una
de estas explicaciones, claro que cada uno también a su manera, para justificar
el batacazo del domingo. Los hay que culpan a la deriva ultraconservadora
emprendida por Casado y no les falta razón. Los hay que atribuyen a Rajoy y su
manera de ejercer el poder el principio de este fin que parece acosar al PP,
tampoco andan errados los que lo hacen, aunque resulte evidente que lo hacen,
como Casado y Esperanza Aguirre, para tratar de apagar el incendio de su
fracaso.
Aznar, el más exótico de todos, cobardemente y a través de
un comunicado de su FAES, se atreve a echarle la culpa a la radicalización del
PSOE, quizá porque se sentía más cómodo con González, Guerra, Bono o Rubalcaba,
y, cómo no, a la división de la derecha, abierta en tres siglas, una de las
cuales alentó el mismo, hasta que comenzó a ver las orejas al lobo. Ningún
"mea culpa” por su parte, pese a la campaña que él mismo encarnó, más
propia del "club de la comedia" que de un partido que aspiraba a
gobernar España.
Todos ellos tratan de justificarse con medias verdades,
todos se esconden ahora como Aznar o tratan de disimular su pasado desvarío
disfrazándose ahora de centrismo y culpando a Vox, el báculo de su campaña, de
ser la extrema derecha, pretendiendo que olvidemos que, gracias a ellos y a
cambio de concesiones innegables han podido formar gobierno con Ciudadanos en
Andalucía y que el discurso de Casado es en muchos aspectos intercambiable con
el del partidos que, ahora sí, admiten que está en la extrema derecha
Todos se sacuden la culpa y, sin embargo, la culpa es de
todos, porque todos callaban en los comités de dirección, porque nadie mostró
nunca la más mínima discrepancia con las barbaridades que Casado, pero también Rajoy,
llevaban años haciendo. Nadie pareció escandalizarse cuando la corrupción fue
cercando al partido, nadie rechazaba aquellas campañas electorales casi
faraónicas que les llegaban de Génova, nadie dimitía y nadie exigía dimisiones
¿para qué? si todo iba viento en popa.
Nadie supo verlo y, cuando Rajoy materializó su
"espantá" aquella tarde en un restaurante cerca del Congreso, se
embarcaron en unas extrañas primarias en las que se votaba más en contra que a
favor de ninguno de los candidatos, nadie se planteó, después de la escandalosa
caída de Cristina Cifuentes que un candidato con tan dudoso expediente
académico como Casado no era de fiar y, aunque Soraya Sáenz de Santamaría fue
la más votada, Cospedal, salpicada en la Gürtel y por la rata Villarejo, dio
sus votos a Casado, para que no ganase su enemiga y rival la expresidenta
Santamaría. Nadie supo ver que, por más que se negase la realidad la realidad
seguiría estando allí, nadie quiso ver que los votos que tendrían que llenar
las urnas no están sólo en Génova 13, ni en el barrio de Salamanca o en los
"feudos" más conservadores del país, ni en esos escenarios
portátiles, rodeados de militantes.
Nadie en el PP supo ver, nadie quiso ver, que los votos que
habrían de llenar las urnas estaban en las casas de cada uno de los españoles
cuya inteligencia despreciaron y la culpa de tan histórica derrota no es sólo de
Casado, no sólo es de la división de la derecha, ni de la radicalización del
PSOE que sólo Aznar ha visto, ni del mismo Aznar, ni de Rajoy. La culpa es del
mismo PP, de todo el PP, demasiado acostumbrado a la inercia de lo fácil. No sé
cómo saldrá de ésta, pero espero que, por su bien, opte por deshacerse de
Aznar, de Casado y sus candidatos toreros, de sus amiguetes y de todos los que
le han llevado a donde se tiene que ver ahora. Eso y escuchar a la gente.
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