Fui demócrata mucho antes de poder votar y mis primeras
elecciones, las generales de 1977, para las cortes constituyentes, me pillaron
ya con 22 años cumplidos y, desde entonces, nunca he dejado de votar. Aquellas
elecciones eran más "de la gente", las paredes y las calles hablaban
a través de esos carteles que pegaban los militantes, unos encima de otros, a
través de esa siembra de octavillas, de esos coches, la mayoría particulares, que,
con su atronadora megafonía, recorrían los barrios a todas horas, sembrando las
calles de octavillas y programas, hasta el punto de cegar más de una
alcantarilla y haciendo difícil caminar arrastrando los pies entre tanto
papel.
Fue hace más de cuarenta años, eran otros tiempos y las
elecciones, como la vida, se vivían, como la misma vida, en las calles. Hoy es
distinto. Hoy, la mano "de obra" ya no es voluntaria o apenas es ya
voluntaria. Todo ese encarga a "sesudos" publicistas que diseñan
carteles en los que los rostros de los candidatos tapan con sus sonrisas sus
mensajes y sus programas. Rostros todos iguales, retocados, sin arrugas, planos
e increíbles, rostros casi irreconocibles que pegan en vallas previamente
reservadas o en farolas asignadas a cada partido, carteles y banderolas que ya
no pega la militancia sino empleados de empresas contratadas para ello que
demasiado a menudo se ven obligados, como Siniestro Total, a "trabajar
para el enemigo".
La primera alegría electoral me la llevé en 1979, no sólo
porque aquellas elecciones, municipales, las ganó Tierno Galván, aquel alcalde
cínico y rijoso, el de la "movida", que tantas alegrías nos dio a los
madrileños, también porque pude votar a mi hermano Miguel, que a punto estuvo
de ser concejal en la lista del Partido Comunista y que lo hubiera sido, de no
haber fallecido año y medio después en un absurdo accidente ferroviario.
Aquel año, el 79, en que aún no habían nacido muchos de los
candidatos que hoy compiten, acabé de convencerme de que votar servía para
algo, porque la ciudad y los barrios, con sus más y sus menos, claro, iban
cambiando, pese a las tormentas que no dejaban de amenazar a nuestra
"joven", entonces sí, democracia. El cambio y las ganas de vivir y
progresar de los españoles crecían día a día, tanto que sólo un golpe de estado
podría pararlos, y no pudo, porque del horror que pudo haber sido aquel 23-F,
nació, no el miedo, sino la firme voluntad de seguir cambiando, culminada con
la victoria de un joven Felipe González, quién te ha visto y quién te ve, que,
como dijo su por aquel entonces amigo Alfonso Guerra, iba a dejar a
España que no la conocería "ni la madre que la pario".
Ha llovido mucho desde entonces y estos años de democracia
han dado, bueno y malo, para mucho. Los hay que se han aprovechado de ella y
los hay que gracias a ella han sacado provecho a sus vidas, hemos visto de todo
y hemos estado al borde del abismo muchas veces. Con nuestros votos la sanidad
fue para todos, con nuestros votos se extendió el estado de bienestar y con
nuestros votos acabaremos recuperándolo. Con nuestros votos salimos de una
guerra en la que nos metió quien no los merecía y con nuestros votos, todos
juntos, acabaremos con esa brecha cruel, con ese muro, que han levantado
algunos, hoy felizmente fracasados, entre quienes sólo quieren privilegios y
quienes sólo demandan sus derechos.
Las elecciones cambian las cosas, para bien o para mal, pero
las cambian. No son una obligación, son apenas un pequeño esfuerzo que se nos
pide cada cuatro años, a veces más a menudo, para elegir a quienes
administraran nuestras necesidades y nuestras ilusiones. Dejar de ir a votar es
fácil. Podemos decir eso de que "un grano no hace granero" y
quedarnos en casa, pero debemos pensar que hay que votar por nosotros y por
quienes no lo hacen. El que no vota, querámoslo o no, acaba votando al que gana
y no siempre nos gusta el que gana y arrepentirse luego es tarde.
Nos jugamos mucho en estas elecciones. Nos jugamos asentar
lo que conseguimos hace unos días, nos jugamos convertir la ansiedad de algunos
en resignación. Nos jugamos devolver a otros al lugar del que no deberían haber
salido nunca. Nos jugamos la calma para los próximos cuatro años, Y eso es
mucho, tanto que sería imperdonable quedarse en casa, para, luego,
arrepentirse. Por eso, con más o menos ganas, sea lo que sea, hay que votar, también en las municipales... y en las europeas.
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