Que Albert Rivera está de los nervios es evidente, el por
qué lo está es otra cosa. No sé bien por qué, quizá porque en el tiempo en que
emergió para la política nacional, cuando dejó de ser algo más que el "tío
bueno" que posó en un casto desnudo para llamar la atención sobre
Ciutadans, ese partido que surgió de la plataforma Ciutadans de Catalunya para
constituirse en un ariete antinacionalista en un territorio en el que el
repudiado PP era prácticamente la única representación de esas características
que operaba en Cataluña, quizá porque me tocó sufrir en esa época a todos esos
jóvenes ejecutivos que ponían cara a los habitantes del "lado
oscuro", arruinando vidas y carreras sin contemplaciones y porque el
"hiperdinámico" Albert Rivera, se parecía demasiado a ellos,
contratados como ejecutores de fríos objetivos prefijados, quizá porque siempre
me pareció poco más que la sofisticada marioneta de un grupo financiero
dispuesto a hacerse con el consejo de administración de España, quizá porque,
poco a poco, la presión de su encargo acabó por aflorar en gestos y actitudes,
aislándole para pasar a ser un personaje oscuro, otro, que sólo aparece en
momentos escogidos y es entonces cuando, con los medios de testigos, lo da
todo, que casi siempre es demasiado.
Por todo eso no me gusta, tampoco su estrategia basada en
provocar escraches aquí y allá, escraches innecesarios, con los que busca para
los telediarios la notoriedad que da el martirio en Alsasua, en los feudos soberanistas
de Girona o en Lavapiés o en Waterloo, haciendo campaña o dando mítines allá
donde ni en el mejor de sus sueños podría ganar votos. Hoy, mientras escribo
esto, pretende pasearse por Miravalles, la localidad vizcaína que vio nacer a
Josu Ternera va para sesenta y nueve años, un municipio de unos cuatro mil
habitantes, en el que Ciudadanos obtuvo apenas una treintena de votos y que en
estas municipales no tiene candidatura del partido de Rivera.
Díganme, decidme, si este paseo entre previsibles insultos y
la posterior rueda de prensa convocada para amortizar el riesgo siempre
controlado que va a correr, persigue otra cosa que unos minutos de telediario,
en un momento en el que parece que la espuma del triunfo no sube en su copa,
otra de sus malas artes, para conseguir de las pasiones de los electores lo que
la razón no le puede dar. Quizá por eso combina estas burdas provocaciones
¡cuánto daría por una descalabradura vistosa, pero sin riesgo vital que llevar
a las portadas! Tal y como somos los españoles, le votaríamos, una mitad por
lástima y la otra mitad por los huevos que ha tenido.
Mejor que no suceda nada, porque el resultado en las
urnas no sería bueno, porque no son buenos ni la ira ni la lástima a la hora de
votar, porque no es bueno ver a los candidatos en una cama de hospital como
vivos a Bolsonaro, ni con niños o perritos en brazos. Deberíamos votarles, si
les votamos, por su honradez y por lo que puedan y quieran hacer por todos los
ciudadanos. No deberíamos dejarnos llevar por las prisas de Rivera, demasiado
agobiado porque, como al príncipe Carlos de Inglaterra, se le va a pasar el
arroz y se le va a pasar en la oposición,
Debería calmarse y no pretender la novia en la boda, el niño
en el bautizo y el muerto en el entierro. La vida no da para tanto. Debería
calmarse y no agobiarse porque Vox, que tanto le debe, le robe, con su ruidoso
numerito, el numerito que él tenía previsto montar y que ni siquiera funcionó a
medias, Debería relajarse y no forzar el gesto para lanzar su mirada de odio a
los diputados presos que, de momento, lo eran y siguen siéndolo. Algunos gestos
dejan huella y acentúan las arrugas. Creo que quienes aconsejan y asisten a
Rivera harían bien en alejar de él bebidas excitantes, nada de café, té o
cualquier otra substancia y ofrecerle una tila que le relajase, para
tranquilidad suya y, de paso, nuestra.
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