El de ayer fue un día importante para la democracia
española, más de lo que pensamos y no por lo que nos dicen que tenemos que
pensar. No sin esfuerzo, a través de la televisión me asomé al pleno en el que
los nuevos diputados acataron la Constitución y, por tanto, por lo que fuese y
fuese la que fuese la fórmula empleada, se comprometieron con la ley de leyes
que, achacosa y artrítica ya, aún regula nuestra convivencia.
Decía que lo seguí con esfuerzo y fue así porque me hubiese
gustado hacerlo sin las explicaciones ni los subrayados que se añadían desde
las televisiones, sobre todo desde una, que condicionaban si no distorsionaban
lo que estábamos viendo. Esa, que es la gran desgracia de nuestro tiempo, ese
mirar la realidad a través de los ojos prestados de otros, ojos que
cierran el plano sobre lo que a ellos y sólo a ellos les interesa, privándonos
de una visión serena y general de lo que pasa.
Si por ellos fuese, de la sesión de ayer, en la que, después
de muchos años, alguien que no es del PP preside el Congreso y la primera vez
en que esa presidencia es ocupada por un catalán, en este caso una catalana, en
un momento en el que abrirse a la sociedad catalana, crispada, dividida y
doliente, es fundamental, lo único que quedaría serían los pataleos de algunas
de sus señorías y el juego de sillas musicales en que los diputados de Vox
convirtieron su llegada al salón de plenos, para desplegar en las primeras
filas la "orquesta" con la que abuchear lo que ya desde la calle y
desde hace días sabían que no les iba a gustar.
Estaban ellos, la orquestina desafinada de los chicos de
Vox, y el solista desesperado Albert Rivera, que, como vaca sin cencerro, va
gritando a quien le quiera oír su condición de jefe de la oposición que, por
esta vez y salvo quiera ejercerla como "okupa" corresponde a Pablo
Casado, quien a pesar de su batacazo electoral consiguió mantener el honor de
ser la segunda fuerza más votada el 28 de abril.
Volvió a perderle el ansia y así, sin esperar a ser
formalmente diputado, sin haber acatado, como exige el reglamento, la
Constitución, tomo la palabra para tratar de imponer a la ya presidenta Batet
su presunta obligación de poner fin al juramento que los independentistas,
conscientes de que no iban a tener otra oportunidad, "adornaron"
la fórmula con sus reivindicaciones, cuando con un sí o un no bastaba.
De lo visto ayer, sólo salvaría las palabras de Batet,
criticada de antemano por PP, Ciudadanos y no digamos Vox, que supo resumir en
apenas una frase el quiebro que quiere hacer a mentirosa verdad de que la
Constitución es sólo patrimonio de algunos. "Todos venimos del pueblo,
dijo, pero ninguno somos el pueblo". Ya hora de que alguien tuviese el
coraje de decírselo a quienes, sin haber dado el Sí a la Constitución, porque
no estaban entonces o porque no creían en ella, traten de imponer su versión
almidonada y rancia de una carta magna que ha envejecido mal en la vitrina.
Por eso agradecí, en medio de esa bronca que dejó casi sin
habla al aguerrido Pablo Casado, el temple y las palabras de esa mujer joven,
estrecha colaboradora de Miquel Iceta y Pedro Sánchez, que firme y nada
agresiva nos recordó en dos frases que ni la patria ni la ley son exclusivas de
nadie, porque, no quiero olvidarlo y me gustará repetirlo, "todos venimos
del pueblo, pero ninguno somos el pueblo".
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