Decía esta mañana en mi saludo que, seguro, ni Alfonsina
Storni, que tuvo la suerte de no saber de su existencia, o Imanol Larzabal, que
sí lo padeció pensaron en José María Aznar a la hora de escribir o cantar ese
tan duro como hermoso poema de la argentina. Seguro que no, pero sí, Aznar se
comporta como un hombre pequeñito y altivo, incapaz de empatizar con ese pájaro
que, desde la jaula, le pide libertad ni con los millones españoles que
desprecia y que viven en esa España que tanto dice amar.
Aznar es pequeñito, malencarado, soberbio y faltón. No
soporta que alguien le diga lo que tiene que hacer, no admite consejos de
nadie, en todo las órdenes de sus amos mediáticos norteamericanos, porque él,
tan español y tan orgulloso, repite, como un loro bien entrenado, todas las
consignas que sus amigos neoconservadores, con Murdoch a la cabeza le imponen,
a cambio, eso sí, de una vida muelle, de conferencia en conferencia, todas
ellas de un interés perfectamente descriptible, para, de vez en cuando, cuando
más inoportuno resulta, convertirse en el oráculo siniestro de una derecha que
quizá soñó, vestido con camisa azul, en los pasillos del Colegio del Pilar, del
barrio de Salamanca, el mismo en el que dejó su voto su pupilo Pablo Casado,
horas antes de comprobar el hundimiento de su partido, ese PP al que han
desnudado en campaña y que tan poco a gustado a sus votantes.
Sin embargo, a uno y otro parece darles igual el desastre.
La soberbia, compartida en los tiempos en que un joven Pablo Casado fue jefe de
gabinete del expresidente, todo se pega menos la belleza, les lleva a buscar
las responsabilidades del desastre que ha hecho perder al PP más de la mitad de
sus escaños y tres millones y medio de votos. Uno y otro, ninguno de los dos
directamente, han culpado de lo ocurrido a los demás, con mayor o menor cinismo
se han descolgado con que el resultado debe atribuirse a la fragmentación de la
derecha y, agarraos, a la radicalización del PSOE.
Si se quieren engañar, allá ellos, porque el PSOE ha estado
donde solía, aunque con los perfiles de partido de izquierda, no de le extrema
izquierda, más marcados. Tampoco en su campaña, ni en su puesta en escena, ni
en el lenguaje o los mensajes había la más mínima brizna de radicalización o de
agresividad. La radicalización sólo estaba en los ojos con que Pablo Casado,
Albert Rivera y Santiago Abascal les miraban y pretendían que les mirásemos los
ciudadanos.
Las manos manchadas de sangre, la traición, la felonía, el
antipatriotismo o la venta de España sólo estaban en sus ojos, me atrevo a
decir enfermos. Los ciudadanos, salvo aquellos que querían verlas, no éramos
capaces de encontrar lo que esos líderes respetados, cuando no aplaudidos, por
Aznar nos empujaban a ver. Quizá por eso, porque ese mensaje, tan alarmista
como inverosímil, no ha sido, no podía ser compartido por la ciudadanía, Casado
tiene hoy menos de la mitad de los escaños que tenía en el Congreso y el
Senado, la máquina de aplicar el artículo 155, ya o está en sus manos sino
en las del PSOE.
Si el PP fuese una empresa, Pablo Casado como director y
Aznar como consejero delegado, estarían ya en la cola del paro que es donde van
a estar decenas de diputados y senadores y varios centenares de empleados, a
los que ya no se les va a poder pagar el sueldo, porque, con la pérdida de
escaños, también se pierden las asignaciones públicas a partidos y grupos
parlamentarios, más ahora que, una vez desmontadas las tramas corruptas
tendidas por aquel PP triunfador que ya no existe han sido, en su mayoría,
desmanteladas y los sobres ya no circulan como antes.
En fin, todo un desastre, un desastre que se ha abatidos
sobre el Partido Popular, sin que ninguno de sus dirigentes, ensoberbecidos,
aparentemente lo viese venir, especialmente ese hombre pequeñito, pagado de sí
mismo que aparece y desaparece en nuestras vidas para darnos lecciones, no sé
de qué, siempre desde el alarmismo, siempre desde la ignorancia más absoluta de
cuál es el país al que se dirige.
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