Es difícil no sentir un escalofrío al contemplar la foto del
encuentro, fortuito o no, entre el jubilado o dimitido, aún no lo sé, rey Juan
Carlos y el príncipe Mohamed Bin Salmán, heredero y gobernante en el reino de
Arabia Saudí, una tenebrosa monarquía medieval que subsiste en pleno siglo XXI
bajo el sol del desierto, rebosante de petróleo, gracias al cinismo de los
países occidentales y sus más que hipócritas gobernantes.
El escalofrío es aún mayor si caemos en la cuenta de que las
manos de uno y otro están unidas en ese gesto tan de la cultura árabe de tomar
las manos del otro, manos, en el caso del príncipe Mohamed, manchadas, según la
CIA, con la sangre del periodista, Yamal Khashoggi, secuestrado, asfixiado y
descuartizado en el consulado de Arabia en Estambul por agentes llegados
de Riad, días después de que el príncipe expresase su deseo, en este caso una
orden, de acabar con él, molesto disidente, y de que la víctima recibiese
garantías de que nada le ocurriría si traspasaba la puerta del consulado, al
que acudió para un trámite necesario para su proyectado matrimonio.
Las manos del mismo rey que nos representa y nos ha
representado tantas veces en el mundo, entre las de quien está detrás de uno de
los crímenes más espantosos de este siglo, un crimen más propio de la más
sanguinaria de las mafias que implicaba un mensaje a los súbditos del tirano
saudí: "si estás contra mí, no hay lugar seguro en todo el mundo para
ti".
Por una extraña carambola, la paranoia por la seguridad y el
espionaje que salpica este siglo ha sido la que ha permitido reconstruir,
minuto a minuto, la tragedia de quien confío en quien no debía y la de su novia
angustiada ante el temor de lo que finamente ocurrió.
No creo que Juan Carlos Borbón y quienes le rodean, con
sueldos pagados con nuestros impuestos no estuviesen al tanto de este horrible
episodio, como tampoco creo que el jubilado, enamorado del olor a gasolina y de
todas esas otras cosas que rodean el espectáculo de la Fórmula 1 descartase
cruzarse con el príncipe sanguinario. Por qué, entonces, ni él ni sus asesores
lo evitaron. Más aún, por qué, en lugar de hacer "desaparecer" las
pruebas del encuentro, fue el propio ministerio de Exteriores español el que
publicó en su web la foto.
No tengo respuesta para esas preguntas. No sé si uno y los
otros lo hicieron tan mal, tan bien para la deseable transparencia, por torpeza
o por desidia, pero el caso es que todos los españoles, defensores de la
monarquía o no, nos hemos visto dando nuestras manos a un presunto asesino, sin
que nadie nos haya pedido permiso ni disculpas, porque, de momento, el rey, los
reyes, encarnan la representación de los ciudadanos españoles y tanto él,
ellos, como quienes les asesoran deberían evitarnos ese mal trago, esa
iniquidad.
Estoy esperando que Juan Carlos Borbón se disculpe y que los
partidos, todos, se lo exijan. Hace ya tiempo que muchos españoles no creemos
en los reyes, ni en estos ni en los magos, lo que no empece para que seamos
conscientes de que siguen ostentando esa representación ante el mundo y no es
de recibo que las manos de "nuestro" rey emérito sean las primeras de
un mandatario, o lo quiera que sea, occidental que caen entre las de ese
asesino, para quien fronteras o diplomacia no suponen límite alguno a su
tiranía y crueldad.
A Juan Carlos Borbón no le basta con decir que lo siente
mucho y que no volverá a ocurrir. Eso ya lo hizo hace tiempo cuando se rompió una cadera y el prestigio en un safari. Ahora tiene que explicar por qué no
evito tan nefasto encuentro, porque, lo hiciese por lo que lo hiciese, no lo
pudo hacer en nuestro nombre y porque esas manos que estrechó estaban manchadas de sangre.
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