Llevamos ya dos fines de semana asistiendo al lamentable
espectáculo de contemplar, aunque sólo la veamos en nuestro televisor, una
ciudad entre asustada y sorprendida por la violencia ligada al mundo del
fútbol, violencia consentida, cuando no provocada, por los clubes y los medios
de comunicación, especialmente las radios y televisiones, en las que, porque el
morbo y la violencia verbal dan mucha audiencia, se está copiando el modelo
argentino de la exageración y el insulto constantes, la cerrazón y el "becerrismo"
de quienes son contratados, no por su conocimiento del deporte o por su
capacidad de análisis y verbo acertado, sino por su ceguera y su incapacidad de
control sobre lo que se dice ante la audiencia y por su capacidad, a veces,
para fingir que son incapaces de controlarse.
Es un juego perverso éste de azuzar a los perros, esperando
que luego, a una voz, esos perros con los ojos en sangre y la boca llena de
espuma, fuera de sí, se den la vuelta para volver mansos junto a su amo a
esperar la siguiente orden.
A veces los perros se descontrolan y, ciegos de ira, olvidan
por qué y para qué combaten. Entonces se vuelven indomables y se revuelven
contra el amo. Eso es lo que ocurre en el fútbol, donde resulta ya difícil
acudir a un partido sin sentir miedo al acudir a el estadio o al salir de él,
sin que, parece, haya nadie capaz de impedirlo.
Hay, estoy cansado de ello, quien elogia la capacidad de
"la grada" de un estadio de asustar al rival. De todos es conocido el
famoso "miedo escénico" acuñado por Jorge Valdano, para explicar el
efecto que produce en sus rivales la presión de decenas de miles de seguidores
del Real Madrid, rugiendo o silbando como un solo hombre al rival de turno y ya
no es extraño, ni parece que amonestable, que el entrenador del Atlético de
Madrid, Cholo Simeone, "eche" una y otra vez a su público encima del
"otro", a veces pienso que encima de los árbitros también
cuando quedan sólo minutos para el pitido final y el resultado le favorece o
puede cambiar a su favor.
En Argentina, donde, como aquí a veces, el estadio es el
lugar donde se subliman casi todos los odios, los amores y, en general, casi
todas las frustraciones, ese deporte ha servido a muchos, para su mal, echar
fuera los demonios que la carestía de la vida, el par, las sucesivas
devaluaciones, los corralitos e, incluso, el dolor y el pánico de dictaduras y
guerras tan absurdas como innecesarias, teniendo en cuenta que, que quede
claro, ninguna lo es.
En argentina están acostumbrados al ruido y a tomar las
calles, el peronismo entrenó y sacó partido a las masas, tanto en el gobierno
como en la oposición, del mismo modo que, en casi todo el mundo, la ley que
debería regir para todos parece quedarse fuera de las inmediaciones de los
estadios, donde lo que sería delito fuera, pasa a ser pasión o "amor a los
colores".
En este país, como en tantos otros, los niños tienen antes
el carné de socio del equipo de su padre o de un tío, antes que el de la
biblioteca pública del barrio, un país donde los niños van en brazos de su
padre a llorar o gritar con la suerte mala o buena de "su equipo", un
país donde la educación que, a trancas y barrancas, reciben en el colegio o en
casa entra en contradicción con lo que ven y oyen en el estadio, un país donde
en muchos hogares no hay dinero para libros, pero sí para entradas y abonos
para el estadio.
Y, si aquí es así, imaginaos en Argentina, donde hace
tiempo, como aquí, las mafias se han hecho sitio en las hinchadas de los
equipos, entre otras cosas, porque a las directivas les interesa tener su
propia "fuerza de choque", sus perros de pelea, a los que, como os
decía al principio, no siempre se les sujeta a tiempo, porque, para gente con
el cerebro tan saturado por el fútbol, resulta difícil dejar de hacer aquello
que se le ha aplaudido tantas veces.
Si no queremos que se reproduzcan en Buenos Aires o
cualquier otro sitio los incidentes de este fin de semana, hay que atar a los
perros del fútbol i impedir, incluso, que se reproduzcan. Si no se hace,
cualquier cosa puede pasar.
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