En mi saludo cotidiano a los amigos y no tan amigos de
Facebook, recordaba hoy "El preso número nueve" aquella vieja canción
mexicana recuperada por Joan Báez en los sesenta y que aquellos que tenemos ya
"una edad" hemos cantado alguna que otra vez, en torno a unas
litronas y a ese amigo o amiga que tocaba la guitarra, yo nunca fui capaz, una
canción que por paradójico que parezca estaba en el repertorio de "la
progresía" de entonces.
Hoy, después de tantos años, me espanta esa historia que nos
habla de un preso, el número nueve, al que van a ajusticiar por haber matado a
su mujer y al amigo con quien le era "infiel". El preso, con un pie
en el cadalso defiende lo que hizo ante el cura ante el que no se arrepiente
del crimen que va a pagar con la vida, porque sabe que "allá en el cielo,
el juez supremo le juzgara" y asegura que, si vuelve a nacer, los vuelve a
matar.
Escuchándosela a Joan Báez esta mañana me horrorizaba ante
la frialdad con que la canción narra esta historia en la que las víctimas no
tienen voz ni razones, en la que, por el contrario, el preso está seguro de ser
perdonado allá en el cielo y, aunque no lo dice, de haber matado a la pareja
atendiendo, si no a la justicia de los hombres, está condenado a muerte, si a
la de dios. Menudo panorama. Menos mal que, mucho o poco, algo hemos cambiado
y, al menos a mí, me horrorizan todas estas canciones que ensalzan a los
supremacistas masculinos que consideran a las mujeres poco más que mascotas o
ganado al que no se le reconocen sentimientos, si no son los comprometidos ante
un cura en un altar.
Han pasado muchos años y ha sido mucho lo que hemos
avanzado, aunque parece que curas y jueces y menos mal que no todos poco o nada
se han movido desde los tiempos de la canción. Se ve que las togas y las
sotanas pesan a la hora de caminar hacia adelante, porque escuchando o leyendo
homilías y sentencias a uno le parece estar en otro siglo o en otro planeta. Un
planeta y un siglo exclusivo para los hombres, en el que las mujeres van a
llevar siempre las de perder.
No hay más que repasar algunas sentencias que hemos conocido
esta semana. Sentencias en las que la mujer, por serlo, tiene que resistir
hasta la muerte a la brutalidad de un hombre, sea marido o no, para acreditar
que ha sido víctima de una violación, unas sentencias en las que, porque él
desistió de seguir apretando el cuello de su víctima, al borde ya de la
asfixia, y pese a haberla acuchillado, lo suyo sólo merece diez meses de
prisión, porque no fue tentativa de homicidio, sino maltrato ocasional
Vivimos en un planeta y en un siglo en el que en un país
presuntamente civilizado y presuntamente democrático, en función de dónde una
mujer o un hombre sean víctimas de una violación tiene que acudir antes a
comisaria a denunciar que a un hospital para ser atendida y ya
sabemos el interés que ponen en algunas comisarías en atender las denuncias, un
sindiós que se produce en Madrid, donde no respetar ese absurdo protocolo puede
llevarla a que la denuncia nunca sea atendida.
No quiero ni imaginar que hubiese sido de la víctima de la
despreciable "manada" de Pamplona si su violación grupal hubiese
sucedido en Madrid y hubiese acudido a un hospital para ser atendida. Sólo no
haber caído en las manos del juez Ricardo González, ponente de la sentencia de
su caso, de otra en las que absolvió a un hombre acusado de abusar de su hija,
menor de edad, porque, pese a los hechos demostrados, la niña no se mostró
incómoda. Una joya de magistrado este Ricardo González, también ponente de la
sentencia en la que se consideró maltratador ocasional a quien acuchilló y a
punto estuvo de estrangular a su mujer delante de sus hijos.
No me cabe duda de que al “preso número nueve”, el de la
canción, el magistrado Ricardo Gonzáles le hubiese absuelto, como no me cabe
duda y no me cabe de que es a causa de prejuicios y rémoras nacidas de la
religión, la católica en nuestro caso, de que la justicia española, en ocasiones, demasiadas ocasiones, es machista
y lo es hasta el escarnio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario