Para algunos, los que ya han regresado o están a punto de
hacerlo de su lugar de vacaciones, agosto se ha llevado ese sensación de estar
en un limbo balsámico en el que curan o al menos se atenúa el dolor de las
heridas del día a día, las preocupaciones y los miedos que atenazan incluso a
los que tienen un puesto trabajo.
Con ser dura ese regreso, nada tiene que ver con lo que está
viviendo quien no tiene trabajo y está agotando las prestaciones que le
corresponden, porque para eso se financian con su salario y el de quienes tiene
la fortuna de ejercer su derecho al trabajo. Gente que ha pasado el mes
paseando su ciudad como un autómata, convertida en parte del paisaje de parques
y plazas o encerrada en su casa, contando los días que quedan para cobrar
"el paro" y hacer frente con esa paga a los recibos que, a pesar de
las privaciones y de los recortes en gastos, se empeñan en devorar toda o casi
toda la paga.
Peor lo tienen quienes tienen que conformarse con ese
susidios de 400 eraros, eso sí, después de superar la "pista
americana" de las condiciones, algunas verdaderamente crueles, impuestas
por el Gobierno. Para ellos, si tienen niños, comienza el calvario de mendigar,
porque no es otra cosa, a la familia y a los amigos ese puñado de euros que les
permita llevarlos al colegio con una cierta, quizá mínima, dignidad.
Pero qué es lo que pierden quienes, además de toso lo
anterior, se encuentran en un país que no es el suyo, pero a cuya riqueza
pasada contribuyeron, y en peores condiciones, con su trabajo de sol a sol, con
sus impuestos con sus cotizaciones a la Seguridad Social, que también pagaban,
pero que lo han perdido todo: el trabajo, la casa, el médico, el colegio al que
sus niños no pueden llevar ni siquiera el "taper".
Y qué han perdido los que acaban de cruzar el mar en una
peligrosa travesía a la búsqueda de un mundo mejor que el que dejan atrás hecho
de miedo, hambre y miseria. Ellos, aún no lo saben, deben ir perdiendo la
esperanza de emprender una vida mejor en éste.
No hay que fijarse mucho para ver los escalones que nos
separan y nos clasifican. Escalones que, de alguna manera, podían salvarse con
un poco de suerte, esfuerzo y tesón. Pero este septiembre que hoy comienza se
ha llevado por delante esa débil soga de la solidaridad de nación, esa que no
es caridad, amor fraterno, ni siquiera entrega, sino que es la expresión de un
derecho ciudadano, el que tenemos quienes podemos pagar impuestos a que, con
ellos, se ayude a quienes ni siquiera eso pueden.
Este Gobierno de desalmados que rezan y patriotas con el
corazón en la cartera está rompiendo uno a uno los cabos de esa cuerda por la
que un día treparon nuestros padres cuando dejaron sus pueblos para intentar
una nueva vida, que nadie les regaló, en la ciudad. Están cortando ese cabo que
permite sanar a quien enferma en el camino, para reemprender después la marcha.
Están deshaciendo otro cabo, quizá el primordial, el de la educación, que une
directamente el suelo con la cima, permitiendo que ese hijo del inmigrante
humilde pueda llegar a ser lo que quiera y merezca.
Todo eso, con la subida del IVA que ha agrandado todos los
escalones, pero especialmente el primero. Se está perdiendo, como también se
perderá el derecho de muchos padres que no pueden dársela ellos mismos, a que
sus hijos reciban al menso una comida equilibrada al día. Se pierde también la
bendita seguridad que da saber que una enfermedad no se va a comer los ahorros
y el futuro de tu familia.
Todo eso se lo ha llevado agosto. El septiembre que comienza
va a ser el más duro que podamos imaginar y la calle va a reventar. El
Gobierno, que no ignora que la injusticia es mucha y que la gente está
perdiendo la paciencia, llenará las calles de policías de azul, amenazados
ellos mismos, para evitar que la gente se junte, se mire, se cuente y se
pregunte qué es lo que hacen esos tipos sentados en sus despachos ahí arriba.
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