Nunca me han gustado los niños sin infancia y, por ello,
nunca me han gustado toso esas actividades, entre ellas más de un deporte, en
las que los niños se convierten en objeto de sublimación de las frustraciones y
ambiciones paternas. Los niños deben ser niños y, mientras lo sean, deben ser
felices o, cuando menos, no deben ser infelices.
Pequeños gimnastas, tenistas, nadadores, bailarines, músicos
e incluso futbolistas son, en la mayoría de los casos, niños frustrados, sin
apenas tiempo para jugar, que se relacionan con otros niños como ellos y que
tienen, en el mejor de los casos, en su entrenador o su maestro, el redentor
que, con un "no vale para esto", les pone a salvo de esa pasión mal
entendida de los padres.
Pero, las más de las veces, cuando un niño en el campo, la
clase, la piscina o el gimnasio es una fuente de ingresos, los niños están
perdidos, sometidos a la tortura de hacer aquello para lo que no valen o no les
gusta. Mucho esfuerzo, poca evasión y mucha presión sobre cabecitas que lo que
necesitan es evasión y cariño.
Por cada Billy Elliot que tiene un sueño y lo alcanza, hay
millares de "pianistas" que, al igual que la protagonista de la
novela Elfriede Jelinek, después de haberse desfondado en una carrera
imposible, frustradas y sin vida propia, se ven atrapadas en la espiral de
alimentar los sueños de otras niñas y otros padres, a sabiendas de que acabarían
como ella.
Pero no sólo hay historias, terribles historias, en la
ficción. No hace mucho que la "novia" del tenis español, Arantxa
Sánchez Vicario, ha contado en un libro el calvario que fueron su infancia y su
juventud, en manos de unos padres ambiciosos y opresores que, por quitarle, le
quitaron no sólo la propia vida, sino casi todo lo que ganó a raquetazos,
durante años, en las pistas de medio mundo.
Quién no ha oído hablar de la dureza de los entrenadores de
las gimnastas de los países del este. Quién no ha visto esos cuerpos
deformados, esos cuerpos, casi bonsáis, sacrificados en aras de una medalla que
se da una vez cada cuatro años y que casi nunca se alcanza.
En las últimas semanas, tras el regreso triunfal de los
Juegos Olímpicos de Londres, se destapó la caja de los truenos en el equipo de
natación sincronizada y comenzó a extenderse el runrún de que algo oscuro, muy
oscuro, pasaba en la federación, cuando los focos y las fanfarrias del triunfo
se apagaban,
Una de las integrantes del equipo fue la primera en soltarse
la lengua. Y debía tener razón, cuando se produjo el cese fulminante de la
seleccionadora. Ayer una cadena de televisión, la Sexta, reveló una carta
firmada por la práctica totalidad del triunfante y aparentemente feliz equipo
olímpico, en la que se denunciaban todo tipo de abusos y vejaciones por parte
de una entrenadora, cuya conducta parece más propia de un campo de
concentración que de una actividad deportiva.
Sé que decirlo ahora puede parecer nadar a favor de la
corriente, pero os aseguro que siempre he visto a esas chicas de sonrisa
forzada y gestos forzados como los caballos de un carrusel, entrenados desde
potrillos y condicionados en cada uno de sus gestos al premio de la zanahoria o
el castigo del látigo. Sólo cuando se consigue que cada uno de los integrantes
del carrusel deje de pensar por sí mismo y se resigne a ser una pieza más del
engranaje, la cosa funciona.
Siempre he tenido la fantasía de que los hermosas caballos
de los carruseles, cuando ya no sirven, acaban convertidos en caballitos de
tiovivo, atravesados por una barra y condenados a girar una y otra vez,
subiendo y bajando, al son de una música monótona, girando y girando sin llegar
nunca a ninguna parte.
Cuando era pequeña me preguntaban a menudo -a los padres
siempre nos preguntan esas cosas- qué quería que fuese cuando dejase de ser una
niña. Se referían, claro, a la profesión que elegiría para ella. Y yo siempre
contestaba lo mismo "·quiero que de mayor sea feliz".
Espero haberlo logrado.
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1 comentario:
Vivimos en una sociedad competitiva, a todos nos gusta jugar, y si es posible ganar, (y no pasa nada por perder, no pierdo yo, [ni me pierdo], pierdo una partida) pero cuando hasta circular en una autovía se convierte en una competición, te da que pensar. Si juntamos limitaciones cognitivas y malentendidos laureles con padres, hijos e ínfulas de gloria futuriblemente remuneradas, el cóctel es explosivo.
Que quiero decir con esto, que nuestros vástagos tienen todo el derecho de vivir y ser niños, divertirse y hasta de cometer alguna trastada que madre con trapo en mano deba de arreglar. Pero también son esos locos bajitos “sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, hay que domesticar”.
Un saludo, Javier.
(Te leo siempre aunque haya días que no me manifieste ☺)
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