miércoles, 19 de septiembre de 2012

SANTIAGO

 
Ayer, hacía ejercicio como todas las tardes, cuando, al final del boletín, en la radio, dieron la noticia: Santiago Carrillo acababa de morir en su casa de Madrid. Inmediatamente me senté delante del teclado y compuse con una foto mi opinión más sincera el homenaje que creí que debía a este hombre, todo dignidad, que tanto hizo porque vosotros, lectores, y yo podamos disfrutar de esta libertad que sirve, entre otras cosas, para contarnos unos a otros lo mal que vamos.
Recuerdo cómo, allá por los primeros setenta, en la Universidad tuve noticia de la existencia de Carrillo, mejor dicho, de "los carrillos", porque, en aquel entonces en que todos estábamos en el lado de allá de la realidad, el que linda con la quimera -gracias, majestad-, enredados en la acracia o en siglas que, al final, se llevó el viento de la normalidad. Pero la cosa era así, nosotros éramos los más rojos, e inocentes, añado ahora, y ellos, los carrillos, también lo añado, eran los revisionistas que andaban limando, ya en la dictadura, las aristas del comunismo para hacerlo compatible con la libertad.
Esa fue la mayor virtud Santiago Carrillo: tener claro, ya entonces e, incluso, años antes, cual debía ser el papel de su partido, el que más sangre y más libertad había consumido en la lucha contra el franquismo, en los tiempos que se avecinaban. Carrillo fue duro, muy duro, hay quien dice que poco o nada democrático, al frente de la secretaría general del PCE, manteniendo firme el timón hacia ese rumbo. Algo que le costó lealtades, muchos amigos y, al final, la propia secretaría. Pero aguantó y, al final, supo irse con dignidad, para seguir regalándonos su actitud y su conciencia de izquierda a todos, especialmente a quienes, estando en la izquierda, nunca militamos ni quisimos militar en partido alguno.
Recuerdo que mis primeros votos en democracia, o sea, mis primeros votos, fueron para el PCE. Y ahora no soy capaz de recordar si aquellos votos eran por verdadero convencimiento o por razones sentimentales, porque mi hermano Miguel, dirigente de las juventudes del partido, fue candidato, y de los que salen, en unas municipales. Lo cierto es que vote a los comunistas, aunque ya en el 82 voté a González, un hombre menos importante, quizá, en la transición, pero fundamental en los años que siguieron.
Aún recuerdo, y tengo la satisfacción de haberme excusado personalmente con él años después, la bronca que como "intrépido periodista" le monté a Don Santiago, junto a Julián Ariza, cuando yo, como muchos, penábamos que Carrillo había traicionado a la izquierda. Ahora, como digo, me siento orgulloso de haber tenido el coraje, no para cometer aquella imprudencia, sino para pedir perdón por ello.
Tuve la suerte de cruzarme muchas veces con Santiago y Carmen en los pasillos de la radio y, la verdad, era enternecedor ver a esa pareja que ha pasado por tanto, como una pareja más, y no me sale escribir de ancianos o de jubilados, porque no eran ni una cosa ni otra, queriéndose, respetándose y cuidándose, Daba gloria verlos, que diría mi abuela Evarista, y se hacía fácil, muy fácil, sentir ternura y respeto por ellos, considerarlos, casi como mis propios abuelos.
Santiago, fue siempre, pero más quizá en sus últimos años, un hombre elegante y fuerte. No hay más que verle ajustándose la corbata en la foto de Gonzalo Arroyo con que ilustro esta entrada, recordarlo en su escaño, sin tirarse al suelo, como le ordenaron los golpistas la tarde del 23-F, o imaginárselo aguantando a pie firme los gritos y los zarandeos de los pijofascistas, a la entrada de una librería del barrio de Salamanca.
Santiago, Carrillo, ha muerto como a todos nos gustaría hacerlo, rodeados del cariño de los nuestros, y sin pretenderlo, simplemente olvidando despertar de la siesta. Una muerte absolutamente distinta de la de aquel monstruo que tanto dolor trajo a España durante cuarenta años.
Y antes de finalizar, dos cosas. La primera es que creo que Carrillo, el pillo diablo Carrillo que, con tanta gracia dibujaba Peridis, asomado a la alcantarilla, hizo un último favor a su amigo Juan Carlos, algo en lo que ahora sé coincido con Josep Ramoneda, al dejar este mundo atenuando el revuelo que la imprudente carta del monarca sobre esfuerzos y quimeras. La otra recomendaros un documental del que no recuerdo el título, pero que, sin duda, volverá a emitirse, hecho, eso sí, a mayor gloria de Santiago, que, sin embargo, muestra el lado humano y familiar de un hombre irrepetible.
Gracias, Santiago. Hasta siempre.
 
 
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