Ayer, hacía ejercicio como todas las tardes, cuando, al
final del boletín, en la radio, dieron la noticia: Santiago Carrillo acababa de
morir en su casa de Madrid. Inmediatamente me senté delante del teclado y
compuse con una foto mi opinión más sincera el homenaje que creí que debía a
este hombre, todo dignidad, que tanto hizo porque vosotros, lectores, y yo
podamos disfrutar de esta libertad que sirve, entre otras cosas, para contarnos
unos a otros lo mal que vamos.
Recuerdo cómo, allá por los primeros setenta, en la
Universidad tuve noticia de la existencia de Carrillo, mejor dicho, de
"los carrillos", porque, en aquel entonces en que todos estábamos en
el lado de allá de la realidad, el que linda con la quimera -gracias,
majestad-, enredados en la acracia o en siglas que, al final, se llevó el
viento de la normalidad. Pero la cosa era así, nosotros éramos los más rojos, e
inocentes, añado ahora, y ellos, los carrillos, también lo añado, eran los
revisionistas que andaban limando, ya en la dictadura, las aristas del
comunismo para hacerlo compatible con la libertad.
Esa fue la mayor virtud Santiago Carrillo: tener claro, ya
entonces e, incluso, años antes, cual debía ser el papel de su partido, el que
más sangre y más libertad había consumido en la lucha contra el franquismo, en
los tiempos que se avecinaban. Carrillo fue duro, muy duro, hay quien dice que
poco o nada democrático, al frente de la secretaría general del PCE,
manteniendo firme el timón hacia ese rumbo. Algo que le costó lealtades, muchos
amigos y, al final, la propia secretaría. Pero aguantó y, al final, supo irse
con dignidad, para seguir regalándonos su actitud y su conciencia de izquierda
a todos, especialmente a quienes, estando en la izquierda, nunca militamos ni
quisimos militar en partido alguno.
Recuerdo que mis primeros votos en democracia, o sea, mis
primeros votos, fueron para el PCE. Y ahora no soy capaz de recordar si
aquellos votos eran por verdadero convencimiento o por razones sentimentales,
porque mi hermano Miguel, dirigente de las juventudes del partido, fue
candidato, y de los que salen, en unas municipales. Lo cierto es que vote a los
comunistas, aunque ya en el 82 voté a González, un hombre menos importante,
quizá, en la transición, pero fundamental en los años que siguieron.
Aún recuerdo, y tengo la satisfacción de haberme excusado
personalmente con él años después, la bronca que como "intrépido
periodista" le monté a Don Santiago, junto a Julián Ariza, cuando yo, como
muchos, penábamos que Carrillo había traicionado a la izquierda. Ahora, como
digo, me siento orgulloso de haber tenido el coraje, no para cometer aquella
imprudencia, sino para pedir perdón por ello.
Tuve la suerte de cruzarme muchas veces con Santiago y
Carmen en los pasillos de la radio y, la verdad, era enternecedor ver a esa
pareja que ha pasado por tanto, como una pareja más, y no me sale escribir de
ancianos o de jubilados, porque no eran ni una cosa ni otra, queriéndose,
respetándose y cuidándose, Daba gloria verlos, que diría mi abuela Evarista, y
se hacía fácil, muy fácil, sentir ternura y respeto por ellos, considerarlos,
casi como mis propios abuelos.
Santiago, fue siempre, pero más quizá en sus últimos años,
un hombre elegante y fuerte. No hay más que verle ajustándose la corbata en la
foto de Gonzalo Arroyo con que ilustro esta entrada, recordarlo en su escaño,
sin tirarse al suelo, como le ordenaron los golpistas la tarde del 23-F, o
imaginárselo aguantando a pie firme los gritos y los zarandeos de los pijofascistas,
a la entrada de una librería del barrio de Salamanca.
Santiago, Carrillo, ha muerto como a todos nos gustaría
hacerlo, rodeados del cariño de los nuestros, y sin pretenderlo, simplemente
olvidando despertar de la siesta. Una muerte absolutamente distinta de la de
aquel monstruo que tanto dolor trajo a España durante cuarenta años.
Y antes de finalizar, dos cosas. La primera es que creo que
Carrillo, el pillo diablo Carrillo que, con tanta gracia dibujaba Peridis,
asomado a la alcantarilla, hizo un último favor a su amigo Juan Carlos, algo en
lo que ahora sé coincido con Josep Ramoneda, al dejar este mundo atenuando el
revuelo que la imprudente carta del monarca sobre esfuerzos y quimeras. La otra
recomendaros un documental del que no recuerdo el título, pero que, sin duda,
volverá a emitirse, hecho, eso sí, a mayor gloria de Santiago, que, sin
embargo, muestra el lado humano y familiar de un hombre irrepetible.
Gracias, Santiago. Hasta siempre.
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