En mi barrio, que hace apenas medio siglo era un pueblo,
estuvo una de las primeras agencias del Banco Central en Madrid, la número 6,
y, salvo que ahora luce en su fachada el luminoso rojo del Banco Santander,
pocos cambios externos ha sufrido desde entonces. Siguen el mármol negro y los
grandes ventanales, casi escaparates, rematados con grandes barrotes de acero y
sigue siendo la referencia para hacer girar al taxi que te trae a casa cuando
es tarde.
Ya no existe el mostrador que separaba a los clientes de los
empleados, como tampoco existen las ventanillas a través de las cuales se
hacían los ingresos, se cobraban los cheques y se pagaban los recibos. Los han quitado
para hacernos creer que son más cercanos, que están a nuestro lado y que son
como nosotros. Nada más lejos de la realidad, porque, a nuestras espaldas y
sobre nosotros, hay guardas jurados y cámaras vigilando cada uno de nuestros
gestos, porque, desde hace tiempo y en todas partes, hemos pasado de ser
clientes a ser sospechosos, cuando no posibles víctimas de algún abuso.
Recuerdo que, en aquella época, pese a mostradores,
ventanillas y barrotes, los empleados de los bancos eran mucho más cercanos y
mucho más de fiar. Eran gente del barrio que cuidaba a sus clientes. No eran,
como ahora, mercenarios que trabajan a comisión que, porque les suman o no les
restan, cobran cada mes más o menso dinero en función de los clientes
"captados" para los productos que el banco o la caja tratan de
colocar ente sus clientes.
Que conste que he comenzado hablando del Banco Central de mi
calle como modelo de esa vieja banca que daba consejos y solucionaba problemas,
en comparación de esas frías oficinas de hoy, con música ambiental, a la que
casi nunca entramos, porque nuestra comunicación con los bancos es a través de
cajeros automáticos y esas horribles cartas de formato y tipografía imposible
que nunca traen buenas nuevas, sino todo lo contrario.
Hoy, cuando entras en un banco, de los de siempre de los
paridos por las cajas de ahorros, tienes la sensación, al menos yo, de que van
a aprovecharse de ti. Son capaces, salvo honrosas excepciones, de las mayores
arbitrariedades y son capaces de desplumar ancianitos, parejas de recién
casados o pensionistas, sin pestañear.
Desde hace unos días y gracias a la SER estamos conociendo
el contenido de la investigación judicial abierta sobre Bankia, una entidad
solvente y popular que, gracias a eso piratas de la comisión en que se
convirtieron sus empleados y gracias al descaro con que sus directivos han
hecho y deshecho en su propio beneficio o el de sus amigos y partidos, se ha
convertido hoy en un enorme agujero que se está tragando las viviendas de todos
aquellos a los que hicieron creer que podían ser dueños de una casa que
difícilmente podrían pagar y los ahorros de quienes atemorizados por el futuro
se dejaron embaucar por tan desaprensivos mercenarios.
Sabemos gracias a ese sumario que el Banco de España
advirtió por dos veces a Bankia de que estaba arriesgando mucho con su política
hipotecaria y sabemos también de que hablaban mientras tanto en los consejos de
administración de la entonces Cajamadrid: de sus luchas de poder y poco más y
de cómo lo tratado en ellos no debía salir de allí. Menos mal que estaban obligados
a levantar acta de ello y a entregar esas actas al juez, ahora que se las ha
reclamado.
Lo que yo quiero saber ahora es qué responsabilidad penal o
la que sea tienen estos directivos, fundamentalmente Miguel Blesa, cuando siguieron
contratando esas hipotecas y esos préstamos, pese a las advertencias del Banco
de España -en este punto echo en falta la locuacidad de Miguel Ángel Fernández
Ordóñez, tan dado a regañar en público a los trabajadores y tan discreto cuando
los regañados eran estos golfos- con lo que podría decirse, no sé si
técnicamente, que todos los embaucados después de esas advertencias fueron
conscientemente engañados por la caja.
Me gustaría que se probase y se castigase esa conducta más
perversa que inconsciente, porque no es gusto que los golfos que estaban al
frente de todas estas estafas legales se han ido a casa con pensiones e
indemnizaciones que garantizan su futuro y el de sus hijos, mientras los
estafados lo han perdido toso o casi todo por su culpa.
Me gustaría que les obligasen, al menos, a devolver todo ese
dinero, porque está claro que ninguno de ellos duerme mal ni ha decidido poner
fin a su miserable existencia.
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