Decir que las cosas son como son, pero que cada uno las
percibe como las percibe puede parecer una perogrullada, pero, por suerte o por
desgracia, se aproxima a bastante a la realidad. Y los catalanes, con razón en
muchos casos, se sienten víctimas del resto de España, no sólo en lo económico,
sino, especialmente en el aspecto más sentimental de las relaciones.
Los catalanes creen que no se les quiere fuera de sus fronteras
y yo, que les quiero, os aseguro que, al menos en lo que respecta a mis
paisanos, los madrileños, tienen gran parte de razón, porque, en Madrid,
reconozcámoslo, no se les quiere.
No sé en qué momento se jodió la cosa, que diría Mario
Vargas Llosa, pero lo cierto es que se jodió.
Quizá todo viene de aquellos momentos en que Barcelona, en
particular y Cataluña en general, por razones geográficas, por su puerto, por
su cercanía a Europa y por méritos propios se convirtieron en una de las
regiones más pujantes de Europa que, a su vez, atrajo población de toda España
para trabajar en sus fábricas y que, con el tiempo, se ha integrado plenamente
en la sociedad catalana. Tanto que, si preguntásemos, uno por uno, al millón y
medio de manifestantes que el pasado día once abarrotaron las calles y plazas
de Barcelona, nos sorprendería la diversidad de acentos que escucharíamos.
He pasado muchos veranos en Cataluña y siempre me he sentido
como en casa. Como en una casa cuidada y orgullosa de sí misma, hospitalaria y
generosa. Probablemente sólo haya sido, otra vez, una sensación, pero es la
mía. El idioma nunca ha sido para mí una barrera, nunca lo he hablado, ni
siquiera en la intimidad, aunque gasto bigote, pero lo entiendo y, aunque no es
difícil hacerlo, basta una petición cortés, para que cualquier conversación se
abra al español que compartimos todos.
Lo peor de todo esto es que, en parte por razones
perfectamente objetivables, los catalanes se sienten mal queridos, al menos en
Madrid. Y tienen razones para ello. No hay que olvidar aquella insidiosa y
estúpida campaña desatada por la derecha más montaraz y sus palmeros de la
prensa más rancia, para dejar de consumir productos catalanes -fundamentalmente
fuet, embutidos y cava- en una especie de "para que se joda el sargento,
no como rancho".
Es cierto, en Madrid no les quieren. Y lo peor es que es un
sentimiento cultivado por quienes más deberían haber hecho por la concordia
entre una y otra sociedad. Han sembrado esa cizaña a la búsqueda de réditos
electorales, más allá de la inteligencia y la prudencia. Han extendido especies
sobre el maltrato que sufren los madrileños en Barcelona y ya hay quien
suscribe tales infundios sin haber estado nunca allí. Han dicho que Cataluña
tienen más que nadie, que se queda con lo mejor de lo mejor y no caen en la
cuenta de que es muy difícil transitar allí por una autopista sin pagar y que
lo que aporta la comunidad al Estado es mucho más de lo que recibe.
Por eso, en época de dificultades es fácil azuzar también
allá viejos fantasmas, cultivar el victimismo y espolear el sentimiento
nacional, tan extendido, hacia una independencia que no parece posible, ni
conveniente, especialmente para para la propia Cataluña.
Más productivo sería caminar con calma hacia una
remodelación del ya caduco estado de las autonomías, para buscar alguna fórmula
federalista. Quizá en esa senda esté la solución y quizá la solución lime las
diferencias, artificiales diferencias, que ahora distancian a unos y otros
ciudadanos.
Son sensaciones, pero, a veces, las sensaciones generan
odio, dolor y amargura. Y, de eso, no puede venir nada bueno.
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luz" en http://javierastasio2.blogspot.com/ y en http://javierastasio.blogspot.es y, si amas la buena música, síguenos en “Hernández y Fernández” en http://javierastasio.blogspot.com/
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