Me sorprendió ayer la doble acritud de Rajoy ante el tribunal
que juzga a los responsables de los hechos del veintisiete de septiembre y el
primero de octubre de 2017 en Cataluña. Quizá porque era ya su segunda vez ante
un tribual, pero vi en él una actitud contradictoria, de laxitud, me atrevería
a decir de una cierta displicencia, en el gesto, mientras la rigidez y una
cierta indignación no exenta de sarcasmo se adueñaba de sus respuestas. Me sorprendió,
pero no debió sorprenderme, porque Rajoy ha sido siempre así, ha tenido siempre
dos caras, una la del político al que parecen incomodarle las obligaciones que
comporta su posición y otra la del ser humano al que quizá inquietaba que
aquello pudiera alargarse, dejándole sin ver, puro en la mano, parte del Real
Madrid-Barcelona que seguro que a estas horas hubiese querido no ver.
Eso, en cuanto a los gestos, por lo que hace a sus palabras,
uno se pregunta, al igual que después de escuchar a la exvicepresidenta Sáenz
de Santamaría, qué diablos hacían en el gobierno, porque, de creerles, no
hacían nada o no se enteraban de nada. Es la vieja estrategia de Ana Mato que
no sabía ni preguntaba por los coches que su marido metía en el garaje de casa
y pensaba que aquel confeti y los payasos llovían del cielo.
Rajoy esquivó como pudo el "examen" de las partes,
con una sola meta, negar por activa, pasiva y perifrástica la existencia de
cualquier negociación o negociadores entre Moncloa y la Generalitat. No sé por
qué, porque a mí me satisfizo que esa negociación tuviese lugar, en un momento
grave, quizá el más grave, junto al intento de golpe del 23-F, por el que ha
pasado nuestra democracia en cuatro décadas. a pregunta es por qué lo hacía, si
aquello fue un intento loable de destensar la situación.
Creo que la clave, lo que explica esta absurda actitud, está
en su intento de dar cobertura al discurso de su partido, ahora de Casado, de
que a los independentistas hay que negarles el pan y la sal, porque con ellos
no hay nada que hablar, aunque haya sido tanto lo que él y los suyos han
hablado antes de que el enfrentamiento con Cataluña y las aspiraciones se
convirtiese en baza electoral.
Negó al lehendakari Urkullu tanto como Pedro a su maestro,
pero el gallo cantará y todos podremos confirmar que, en persona o por
teléfono, directamente o mediante intermediarios, se puso en contacto con él
para encontrar una salida a la peligrosa situación creada por el irresponsable
órdago de Carles Puigdemont y quienes le empujaban con manifestaciones y tuits.
Casado y Rivera han hecho de esa premisa el "late
motiv" de su existencia. De esa aversión al diálogo y de la aplicación del
155 infinito viven desde que Rajoy levantó la intervención de la Generalitat,
más aún, desde que Pedro Sánchez ganó la moción de censura, con el apoyo de los
nacionalistas. Habría que saber qué tiene el PP de Casado contra Rajoy como
para ponerle en la tesitura de retorcer tanto sus respuestas, cuando sus
afirmaciones, sus mentiras o sus verdades van a durar sólo horas. No creo que
lo suyo sea fidelidad al partido o deseos de volver, como los que mueven a José
María Aznar. Me inclino a pensar que, para que no se interrumpa su plácido
retiro de registrador de la propiedad con algún que otro fleco de los procesos
por corrupción necesita al que fue su partido detrás.
De otros asuntos, como el crucial de quien ordenó el despliegue
de policías y guardias civiles o de quién ordenó las cargas del primero de
octubre y su cese, nada de nada. No lo sabían o al menos eso dijeron los dos,
más o menos coordinadamente, como si esas cosas surgiesen espontáneamente, como
si la cúpula del gobierno no tuviese nada que ver con ellas, como si no
tuviesen responsabilidad en ellas, como si fuesen, que lo fueron,
irresponsables. Tanto como lo fueron con esa política miserable de ningunear a Cataluña y los catalanes durante años porque el "a por ellos", todavía tácito, compensaba con creces los votos perdidos en Cataluña con victorias en el resto de España.
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