Cuando la semana pasada escribí la entrada "Un paístelevisado", me sinceré y, traicionando la regla casi siempre traicionada
y ya casi olvidada de que quien escribe no debe convertirse en protagonista,
dediqué dos líneas a describir el desconcierto que produce en mi padre el modo
en que la televisión, especialmente la Sexta, traslada la realidad a la
audiencia, no imaginaba que, de nuevo hoy, tendría que ocuparme de ella y de
sus modos de nuevo.
Siempre envidié la cultura francesa, también la cultura televisiva
de nuestros vecinos, que ocupaban muchas horas de su programación con debates,
debates de todo tipo, especialmente culturales, del tipo de la desaparecida
"La Clave", que a muchos españoles nos enseñó a hablar, a pensar y,
sobre todo a construir nuestras propias opiniones después de escuchar las de
los demás. Pero en eso llegó la televisión privada y con ella la ONCE y, con la
ONCE, Berlusconi y su televisión basura.
En su televisión, Tele 5, creada a imagen y semejanza de su
matriz italiana, que llenó las pantallas de los españoles, primero de culos y
tetas, siempre femeninos, para después, una vez establecida, pintar toda la
programación de morbo y crispación, en un ensayo "con todo" de los
que acabaría, ocurriendo con el resto de la programación, deportes y política,
llevando al altar de la televisión, hasta entonces, sacrosanto discusiones de
barra de bar y tabernas.
Se estaba preparando, a base de kikos matamoros,
belenes esteban y gente del mismo pelaje, el tono crispado en el que, a partir
de entonces, se desarrollaría cualquier debate y el rigor, más bien la falta de
rigor, con que se abordarían la mayoría de los asuntos en pantalla, hasta
convertir el medio en eso que la hija de una de las lectoras de aquella entrada
califico de "asusta personas", gente que sufre porque cree que el
mundo y sus asuntos son, no como son, sino como aparecen en la pantalla casi
siempre encendida que hay en su salón.
Ahora, apenas tres décadas después, la información cultural,
salvo los estrenos cinematográficos en los que cada cadena tiene intereses, es
prácticamente nula y el espacio que debería ocupar se lo dan a programas
estúpidos en los que gente vulgar, peor que gente corriente, sufren y hacen
sufrir a gente tan vulgar como ellos mismos, siempre en medio de una tensión
sexual indisimulada, que es la que, junto a otras pasiones, les da la
audiencia, convirtiendo una o dos horas de televisión que podrían haberse
convertido en un vehículo de cultura y formación en un espectáculo de patio de
colegio que ni siquiera representa a quienes se quedan colgados de sus pequeños
dramas insustanciales.
Sin embargo, no es eso lo peor, pese a que esté en el origen
de la degradación de la televisión. Lo peor es cómo la política, no los asuntos
que debería tratar de solucionar la política, se ha convertido en un elemento más
de ese "freak show”, que cada día desfila ante sus ojos. Los debates sobre
política se han convertido en un gallinero en el que políticos de aquí y de
allá tienen que enfrentarse a quienes, con el único aval de su ruido, se
enzarzan, con ellos y a propósito de ellos, en discusiones sin sentido,
interminables trufadas de exageraciones y mentiras, de las que no se espera
nunca una solución sino enconamiento y, a la postre, el miedo a que sea cierta
la mitad de las cosas que allí se dicen.
Afortunadamente, también esa basura cansa, también esos
personajes que quizá fueron, pero que ya no son nada, aburren y pese a los
esfuerzos de promoción, antes y después de la emisión, sólo tienen el interés
que merecen, o sea poco o ninguno. Gente apocalíptica que cuando pudo hacer no
hizo, gente a la que ya nadie hace caso, pero que tiene muchas cuentas que
saldar con aquellos a quienes deberían apoyar, gente empeñada en asustarnos.
Afortunadamente, una cosa es la televisión y otra muy
distinta la realidad. Quizá por eso, hace ocho días, en la plaza de Colón
estuvo la gente que estuvo y lo que algunos asesores y algunos correveidiles de
los convocantes querían como principio de la Reconquista se convirtió en un
regreso a la cueva, porque el país está asustado, pero no tanto o, al menos,
eso quiero creer.
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