Es la de Oriol Junqueras una historia excepcional en el
mundo de la política español. Al contrario que Carles Puigdemont que presume de
saber casi desde la cuna que era independentista, algo así como lo que lee
Florentino Pérez de sus fichajes cuando los presenta, todo en Junqueras ha
llegado tarde; su entrada en la política, su matrimonio, los hijos. Quizá por
ello, a punto de cumplir los cincuenta y tras casi un año en prisión, parece un
hombre tranquilo. Nada que ver con esos otros líderes a que nos tiene
acostumbrados la política, jóvenes, intrépidos y ambiciosos.
Junqueras se presentó ante el tribunal y estoy a punto estoy
de creerle, casi casi como se describió Antonio Machado en su
"Retrato", un hombre, "en el buen sentid de la palabra,
bueno". Eso, unido a su halo de misticismo, consecuencia, quizá, de sus
años sumergido en los archivos del Vaticano, le ha dado esa apariencia de
hombre resignado con su destino, como si se conformase con los años que, de no
mediar un indulto, le esperan en prisión. Quizá por ello, apenas se defendió de
aquello de lo que se le acusaba, aunque, eso sí, asumiendo los hechos de los
que se le acusa pero no así la culpabilidad, porque, en su realidad paralela, o
al menos eso quiso hacernos creer a propósito de la convocatoria del ilegal
referéndum del 1 de octubre, "votar no es delito y sí lo es impedirlo",
aunque sea con la ley que él y los suyos se saltaron, sí lo es"
Es esa una característica de los católicos sinceros, él a mí
me lo parece, se creen su verdad y, sobre todo, se creen con un papel, un
destino, para cumplir en este mundo. Tanto, que se consideran algo así como
instrumentos de la providencia y él parece estar seguro de que "su"
providencia quiere una Cataluña republicana e independiente. Lo que suele
ocurrir es que, luego, la realidad que es tozuda y lo es mucho se ha empeñado
en quitarle la razón para encerrarle en una prisión.
Incluso en ese caso, los místicos, los iluminados, los que
se creen instrumentos del destino, tienen a su alcance el recurso del martirio,
el del sacrificio en pro de la Historia, de su papel en la Historia que él
hombre aparentemente sencillo parece haber asumido en la humildad de una celda,
aunque no hay que olvidar que, a veces, la humildad no es más que un
síntoma de soberbia, de la soberbia de quien se cree mejor que los demás, y
Junqueras tiene fácil creerse mejor que muchos, especialmente si con quien se
le compara es con el “feloncillo”, el sí, de Carles Puigdemont que pretendió
convertirse en un nuevo Tarradellas, sin la dignidad del verdadero, el que
mantuvo encendida la llama de una Catalana libre en tiempos de la dictadura.
Está claro que ayer, renunciando en la práctica a su
defensa, sentado ante los siete magistrados que le juzgan, Junqueras se estaba
comparando con el huido en Waterloo y toda su corte, a mil seiscientos
kilómetros del tribunal y de sus compañeros. Y es que en la fotografía el preso
sentado frente a los jueces crece, mientras que el huido a pensión completa
empequeñece y se desvanece en la niebla de Waterloo. Junqueras se presentó ayer
solo ante la Historia, desnudo y desarmado, sólo revestido de su dignidad o lo
que él entiende por ella. De paso y después de meses sin verle ni oírle, salvo
en fotos clandestinas y entrevistas por escrito, los catalanes pueden ahora
comparar a uno y otro, al preso y al fugado, para tomar las decisiones que
correspondan.
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