Hoy es el día de la Radio, el medio de comunicación al que
di con entusiasmo los mejores años de mi vida profesional, un medio, quizá el más
personal de todos, al que el transistor llamó del comedor y alejó de la mesa
camilla para convertirlo en consejero, maestro y confidente, un medio que aún
puede presumir de credibilidad frente a su hermano mayor, la tele, que, sin
embargo y por paradójico que nos parezca, teniéndolo todo para ser el más
fiable, nos hipnotiza con sus continuos juegos de manos, con esa
prestidigitación de a verdad que a cada minuto hace ante nuestros ojos, pone en
seria duda eso de que una imagen vale más que mil palabras.
Continuamente nos dicen que la televisión nos acerca a la
realidad y no es cierto. Lo que hace es, como sabe cualquiera que haya jugado
con una cámara, es encerrar la realidad en el marco que nos deja ver,
aislándola del resto y haciéndonos creer que es la única. Lo peor, siendo muy
malo esto que os digo, es que los protagonistas de esa presunta realidad lo
saben y dejan de ser ellos mismos, para, con su sobreactuación, sus frases
lapidarias, sus gestos perfectamente medidos, engañarnos, hacernos creer o al menos
pretendiéndolo, su falsificación verdad.
Lo vimos el domingo en la plaza de Colón de Madrid, donde la
tranquila realidad que se vio se dio de bruces con los aspavientos y las
letanías con que los partidos convocantes nos habían pintado un país roto, a
punto de ser rescatado por millares de patriotas de su gobierno traidor.
Finalmente, la montaña del odio parió un ratón, Santiago Abascal, al que, para
disgusto de Pablo Casado, que se dio cuanta tarde de que el recién llegado la
había robado el plano en la tele, incluida la foto de la que el líder de
Ciudadanos quiso escapar. Y es que, lo que quedará de esa mañana de domingo no
serán las banderas ni los miles de manifestantes sino esa foto de la tirante
unidad conseguida a duras penas.
Algo parecido está ocurriendo en el Tribunal Supremo, donde
desde ayer están siendo juzgados los responsables de la decepcionante
declaración de independencia y de todo lo que hubo a su alrededor, incluido el
referéndum del 1 de octubre, que la torpeza de Zoido y sus asesores, junto a
las imágenes dadas en directo por las televisiones, especialmente por la Sexta,
del, a la vez, ineficaz y desmedido despliegue de policías y guardias civiles.
Ayer, en la sala del juicio y fuera de ella, todo el mundo,
salvo quizá los acusados, sobreactuaron a su manera. Afuera, con sus banderas y
sus consignas vociferadas. También con la presencia de quienes se creen
imprescindibles, diputados de aquí y allá y "expertos", que de todo
los hay. En la sala, Torra que, con su lazo amarillo y todo, midió mal el salto
y se torció el tobillo al caer frente a un Junqueras al que, si le falta razón,
le sobra la dignidad que el presidente catalán no tiene. También los abogados,
cada uno por su lado y mirando, lo he visto tantas veces en los juicios a etarras,
más por las ideas que representan sus defendidos que por los mismos defendidos.
Mi padre, al que todo esto ya le supera, se aturde, se enoja
y se asusta ante lo que ve en esa tele que le hipnotiza cuando no le duerme.
Sufre cuando le ponen durante días ante un pozo en el que yace un niño al que
sin ninguna esperanza se trata de rescatar con vida ante las cámaras. La mujer
que le cuida se pierde en el morbo de los sucesos y también se asusta. Y a mí
no me queda otra que tratar de explicarles que, a pesar de todo eso, el mundo
sigue y es mejor que el que aparece en la pantalla, tratar de convencer a mi
padre de que no es que ahora pasen más cosas -crímenes, estafas o guerras- sino
que, ahora, se cuentan más y se cuentan una y otra vez, porque, por desgracia,
el morbo "hace caja" y quienes están al frente de las televisiones
privadas, esas que justificaron contándonos que nos iban a hacer más libres,
sólo quieren eso, dinero y más dinero, a costa de lo que sea.
Vivimos en un país televisado en el que las noticias se
provocan y exageran, en el que se pregunta a gritos al presidente por la fecha
de unas elecciones y, como no hay respuesta, es decir, como no hay noticia, la
misma pregunta, el "canutazo" a gritos a cada minuto pasa a ser, sin
ningún rubor, noticia.
Vivimos en un país televisado en el que los políticos
repiten una y otra vez sus mentiras, casi siempre homologadas por sus expertos
en comunicación, hasta que la gente, indolente, acaba repitiéndolas, por no
molestarse en comprobar si hay algo de verdad en ellas. Vivimos en un país
televisado en el que nos han hecho creer que nuestra libertad no consiste en
tener acceso a la verdad sino en elegir las mentiras. Qué triste y peligroso es
vivir en un país como el nuestro, televisado.
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