No sé si la justicia nos iguala a todos ante ella o si lo
que consigue es hacernos diferentes a como creíamos ser o a como los demás
creían que éramos. Lo digo porque ayer la que fuera presidenta del Parlament de
Catalunya, según muchos, entre ellos los acusadores ante el Supremo, la
verdadera maestra de ceremonias en aquellos confusos días en los que durante
unos segundos Catalunya llego a ser república independiente.
Carme Forcadell estaba muy cambiada o así la vi yo, sentada
en el banquillo, por debajo del nivel en que se sentaba el tribunal. Nada que
ver con aquellos elegantes paseos, luciendo sus vistosos "pata de
elefante" a veces, "pirata" otras. Estaba muy cambiada
físicamente, porque la cárcel desgasta mucho y estropea la piel y los modos. A
veces, incluso, encanalla, como en el caso de "el bigotes", más aún
de lo canalla que podía ser fuera.
La expresidenta estaba distinta, entre otras cosas, porque a
nada de lo que declaró le respaldaba ese "palabra de dios", esa
solemnidad de quien tiene autoridad y mucha. A Forcadell, como a cualquier
acusado se le permite mentir, adornar la realidad pasada con falsedades que
vistan de candidez lo que hicieron, llegando al absurdo de limitar su
responsabilidad a un "yo pasaba por allí" que resulta tan increíble como
eficaz en su defensa.
Lo que ocurre es que a Carme Forcadell le traiciona el
carácter, le puede la soberbia con que en más de una ocasión respondió a las
preguntas de la fiscal, porque, a mi modo de ver, no cabe tanta altivez
junto al papel irrelevante que se quiso adjudicar y que, según su testimonio,
consistió en ignorar los requerimientos del Constitucional para parar la
tramitación de cada una de las resoluciones de la mesa que llevaron a la
declaración de independencia. Según la expresidenta, ella no podía pedir a esa
mesa que actuase como censora de los proyectos de ley, porque, en su opinión,
la democracia o lo que ella entiende por democracia está por encima de la
Constitución y del Estado de Derecho, y se encargó de subrayarlo añadiendo, a
preguntas de la fiscal, que, con Franco, España también era un estado de
derecho.
El caso es que Forcadell se encerró en esa escala de valores
tan particular en la que ella y muchos de sus compañeros de banquillo colocan
la voluntad popular o lo que ellos consideran voluntad popular por encima de
las leyes que habrían de supeditarse a los deseos, por ejemplo, de la masa
movilizada en la calle, hasta que la fiscal la colocó en el brete de responder
a la pregunta de si, en su ánimo de no usar a la mesa del parlament como un
órgano censor, tramitaría una ley que autorizase en Catalunya la trata de
blancas.
Con ella, a la que había precedido Jordi Cuixart, presidente
de Òmnium Cultural, felicitándose y felicitando a España por haber tenido en el
referéndum la mayor demostración de desobediencia civil habida en Europa, se
cerró el interrogatorio a los acusados, los únicos a los que se les permite
mentir en defensa propia, una fase en la que hemos visto versiones distintas
entre sí y distintas de la realidad que todos pudimos. A partir de ahora,
declararán los testigos, que sí están obligados a responder con la verdad so
pena de verse acusados formalmente de mentir al tribunal.
Uno de los primeros será Mariano Rajoy, que no dejó muy bien
recuerdo ante el tribunal que juzgó la Gürtel, hasta el punto de que en la
sentencia se insinúa que su testimonio no fue precisamente del todo veraz. Será
ahora cuando podamos comprobar qué tiene el tribunal, a mí me parece que más
bien poco, para probar la violencia que justificaría las acusaciones de
rebelión y sedición que son las que justificarían tener desde hace más de un
año a la mayoría de los acusados en prisión.
Decía al comienzo que la Justicia nos iguala o nos hace
distintos y, ahora que lo pienso, creo que lo que ha hecho tan distintos a los
acusados es tanta prisión tan poco justificada y de la que habría que culpar a
la inútil y cobarde actitud de Puigdemont y sus fugitivos de los que, salvo los
acusados presos, sólo parece acordarse Inés Arrimadas.
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