Pasé muchos veranos y alguna que otra tarde de mi infancia y
adolescencia "ayudando" en la tienda de mis padres, una droguería del
barrio de Carabanchel, en la que lejías, jabones y detergentes eran los
artículos más "despachados". Aquello no era más que un ejemplo vivo
de que la gente humilde, y la de mi barrio lo era, quizá porque no tiene,
entonces no lo tenía, acceso a la ropa bonita y nueva que hoy nos llama desde
los escaparates, optaba por llevarla lo más limpia que su economía les
permitiese. Y era ahí donde el detergente entraba en baza.
Al principio el dilema era tan sencillo como el de jabón, en
escamas o en trozo, o detergente que por entonces se vendía, incluso, a granel.
Por entonces, las lavadoras eran aún rudimentarias, no tenían programas, y
había que llenarlas y vaciarlas con un tubo de goma. Lo de las automáticas vino
más tarde, más o menos a la vez que llegó el UHF, la segunda cadena, a casa de
algunos de mis vecinos después. Al menos así lo recuerdo, y con ambos
electrodomésticos, la bendita lavadora y la mágica televisión que, juntos,
dieron vida al gran negocio de la publicidad, en el que los
"tambores" de los detergentes se convirtieron en estrellas, tratando
de convencernos de que unos lavaban más blanco que los otros.
Yo seguía esa loca carrera y su evolución, luego, detrás del
mostrador tenía que traducir las tenues pistas que me daban las
"clientas" para reconocer el que querían. Allí aprendí psicología o
algo que se le parecía. Allí comprendí que "los fabricantes" elegían
a su clientela ya desde el anuncio. Los había premeditadamente vulgares, para
la gente, más que humilde, menos culta y los había un pelín cursis y modernos,
dirigido a las nuevas amas de casa, un poco más acomodadas o incluso con
trabajo. Pero la cosa no era tan sencilla, porque los detergentes del primer
grupo, los que buscaban a la gente más humilde o menos cultivada, entraban en
les "buenas" casas, de la mano del servicio.
Otra cosa sería hablar de la eficacia de los tambores de
cartón, de cinco kilos, un trasto imposible en la cocina de un piso, en cajas
más reducidas o las botellas, cuando, depurada la técnica pasaron a ser
líquidos y ahora las pastillas de colores, como caramelos. Otra cosa era comprobar si efectivamente lavaban más blanco, porque
no siempre cumplían, pero, mientras tanto, se vendían y se vendían bien, hasta
que la misma marca modificaba la fórmula o el formato. Más o menos lo que
ocurre en otra dimensión con los partidos políticos cuando hay cerca unas
elecciones.
Es en esos tiempos preelectorales o directamente electorales
cuando se pone en marcha la maquinaria propagandística y publicitaria de cada
partido, cuando en la "sala de máquinas" de cada partido, ese sancta
sanctorum al que Abascal cierra las puertas a los "arribistas", entra
en ebullición y se analizan las últimas "coladas", comprobando qué
manchas no "salen" con el detergente que venían usando y se estudia
qué más añadir a la fórmula, para conseguir la limpieza perfecta y hacerse con
los votos de los electores.
Ha quedado claro que Albert Rivera, dando vueltas en el
tambor junto al partido más corrupto que ha habido en España, ahora con los
gayumbos de VOX, cargados de testosterona, no alcanzaba ni parece que alcanzará
nunca el resultado perseguido. Por eso en el laboratorio de Ciudadanos se han
puesto manos a la obra y han decidido quitar la foto de señores tristes o con
cara de ogro de los carteles, para poner en ellos a la radiante Inés Arrimadas,
una especie de Silvia Pérez Cruz o, incluso, Rosalía de la política, de
vocecita quejumbrosa pero firme, que no ha sabido o no ha querido sacar partido
a ese millón de votos que obtuvo en las últimas elecciones catalanas, quizá
porque siempre ha tenido en su pensamiento trasladar la oficina a la Carrera de
San Jerónimo, ahora que las cosas no le van bien en Cataluña a UBER, el mejor
cliente de su marido.
A Arrimadas no le van bien los programas largos, funciona mejor
en los telediarios, delante o detrás de sus pancarteros, visitando territorio
hostil, ben sea el Waterloo de Napoleón Puigdemont o las calles y plazas de
Cataluña o Euskadi, buscando ese victimismo de la muy ofendida que tan bien se
le da. Ahora se viene a Madrid, con el acta de diputada que sin duda sacará en
Barcelona, porque Rivera está dejando la colada a medias. Se viene ella, porque
lava más blanco, y se viene con la expresidenta de las Cortes de Castilla y
León por el PP, Silvia Clemente, mezclando así ropa blanca y de color. Se
vienen una y otra para tratar de salvar un partido, Ciudadanos, que va de
gatillazo en gatillazo y que ahora, añadiendo estos nuevos ingredientes, corre
el peligro de que aparezcan en su seno los grumos de la corrupción y la cizaña
de la división por tanto resentido como van dejando.
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