Nada hay más triste que que en un país en el que los
políticos se comportan como niños, con sus gestos, con sus urgencias, sus
caprichos y sus inconsistencias, los niños sean capaces de actuar, como
adultos, con los instrumentos y las perversiones que sólo algunos adultos, los
enfermos de las peores perversiones, incapaces de medir el daño que son capaces
de hacer.
Que los niños y las niñas se aman y se odian, se piropean y
se insultan, se dejan llevar por el morbo de lo desconocido, especialmente en
el sexo, que gozan y sufren con juegos y actitudes imitadas de los mayores, los
suyos o no, ha ocurrido siempre. Los niños y niñas, por desgracia, aprenden o
creen aprender sobre los usos sociales, los grupos, las diferencias, la amistad
y el amor, intercambiando la información no siempre buena que dan y reciben de
otros niños. Lo hacen ahora y lo hacíamos en mis tiempos, hace décadas. Lo que
ocurre es que los niños disponen ahora de móviles, unos instrumentos,
aparentemente útiles e inocentes que, sin embargo, utilizados sin control,
pueden multiplicar el daño que consciente o inconscientemente infringen a sus
compañeros.
En mis tiempos, en un colegio de barrio y sólo de niños, las
bromas pesadas entre los compañeros se limitaban a los motes, más o menos
hirientes, alguna que otra frase más o menos obscena en la pared o las puertas
de los servicios, los monigotes en la espalda y, de vez en cuando, una
zancadilla. Todo, de lo más inocente, aunque, a veces, la presión, el efecto
del coro juzgador rebasaba las puertas del colegio y salía a las calles, a los
descampados, tan abundantes entonces, donde, sin la vigilancia de los
profesores, la violencia se desataba, volaban las carteras -entonces no había
mochilas- y algún ojo cambiaba de color t de tamaño.
Nos sentíamos vigilados y a la vez protegidos. Nuestros
padres, de ponerse de parte de alguien en los conflictos, siempre lo hacían de
la de los profesores o los vecinos regañadores. Los problemas eran los mismos
de hoy y de siempre: las rivalidades, las envidias y los rencores, algún que
otro insulto y el daño por el daño en lo del otro, sea un plumier o el buen
nombre de los padres. Pero todo sucedía a la vista, todo lo más en un susurro.
No como ahora, tiempos extraños que nos sobrepasan, en que el mayor de los
linchamientos puede tener lugar en el más absoluto de los silencios,
simplemente dando a la tecla apropiada para poner en el aire, sin límite y sin
control, ese insulto, esa foto o ese secreto de aquel a quien queremos hacer
daño.
Acaba de trascender, sólo es un ejemplo, que los padres de
dos jugadoras de un equipo infantil del Levante Unión Deportiva y el mismo
Levante han sido condenados a indemnizar a otra jugadora de la que sus
compañeras habían difundido en redes sociales una foto en la que aparecía
desnuda en las duchas del club, una foto tomada con la excusa de un selfi, pero
que, al menos así lo ha entendido el juzgado, pretendía dañar a la víctima.
Cuántas veces no se habrán producido situaciones parecidas
que no han terminado en una sentencia, cuantas veces la víctima sufre sola, sin
atreverse a contarlo a sus padres, menos aún a sus profesores, entre otras
cosas, porque en el estúpido código de honor de los niños, tomado del no menos
estúpido código de moral del cine y las series, alguien que cuenta lo que le
hacen sus compañeros no es más que un chivato y a los chivatos se les
proscribe.
Los móviles sin control, en manos de menores, son peligrosos,
porque no sólo son teléfonos móviles. Son también cámaras discretas, rápidas y
silenciosas. Son un terminal desde el que difundir textos, fotos y vídeos instantáneamente,
extendiéndolos como una mancha de aceite por toda la comunidad escolar y más
allá, empujando a las víctimas siempre a la infelicidad y a veces al suicidio.
Los móviles se ponen en manos de los niños, con la excusa de estar siempre en
contacto y comunicados con ellos, para lo que basta el mismo colegio, siempre
ha bastado, y bastaría un móvil de los de antes, sin cámara y sin acceso a
Internet. Pero se les compra, más que para hablar con ellos, para no oírlos.
El juzgado que ha dictado sentencia castiga el daño causado
a la víctima afectada en su carácter y en su comportamiento después de la
indudable agresión a su intimidad sufrido y, por ello, ha condenado a los
padres de las acusadas, como responsables de las mismas que están bajo sus
custodia, y al club de fútbol por no haber evitado que ocurriese, ya que,
enterado de lo que ocurría, zanjó el asunto, al igual que se zanjan muchos
asuntos, demasiados de acoso, de abusos, de bullying con un hipócrita "son
cosas de niños" que, cuando lo escucho en situaciones parecidas,
inmediatamente me lleva a aquel inquietante "Quién puede matar a un niño,
“de Narciso Ibáñez Serrador.
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