Muchas cosas han cambiado, u para bien, en la izquierda
española, desde que el pasado jueves Íñigo Errejón y Manuela Carmena anunciaron
la integración del fundador de Podemos en la plataforma de la alcaldesa para
optar desde ella a la presidencia de la Comunidad de Madrid. La sacudida
causada por el paso dado por Errejón está sacando de su depresión a los
defraudados y tristes votantes de la izquierda, que, como yo, andábamos hasta
entonces calculando como no quedarnos en casa en las próximas elecciones locales
sin echar a perder nuestras pituitarias, desengañados como estábamos ante el
erial en que el egocentrismo y la manía persecutoria de Pablo Iglesias habían
convertido a la izquierda madrileña.
Yo, como imagino que otros muchos progresistas sin partido,
hace tiempo que me harté de ese gurú pagado de sí mismo y contradictorio que
segaba y arrancaba de su entorno a cualquiera, no sólo que le contradijese,
sino que, simplemente, le hiciese sombra o resplandeciese más que él. Basta,
para comprobarlo, hacer el ejercicio que propuse no hace mucho de comparar
cualquier foto de los líderes de aquellos primeros e ilusionantes momentos de
Podemos con las sombrías figuras que acompañan hoy a Pablo Iglesias. Son
demasiadas las figuras que han ido esfumándose, desapareciendo de los órganos
de decisión del partido o que han sido relegadas de los puestos clave de las
muy codiciadas listas electorales, premio y castigo de la fidelidad al líder,
cuando debieran ser el atractivo reclamo para el voto de los ciudadanos.
Esa es la peor imagen de un partido, la que nunca esperaba
ver en Podemos, que nació como la gran esperanza para quienes creemos en la
política como medio para mejoras la vida de los ciudadanos, el agente
transformador de la sociedad para hacerla más justa y más igualitaria, una
imagen que no creí llegaría a darme el partido al que voté. Sin embargo,
Podemos lleva meses, si no años, replegándose en sí mismo, podando todo aquello
que no crecía en la dirección que habían previsto Pablo Iglesias y su núcleo
duro.
Así, después de su intento de enmendar la plana a Pablo
Iglesias. Íñigo Errejón fue desterrado, y hay quien dice que generosamente, a
encabezar la candidatura de Podemos a la Asamblea de Madrid. Pero algo pasó,
algún Pepito Grillo susurro al oído de Iglesias, como el espejo de la madrastra,
y le advirtió del peligro de verse superado en resultados, sobre todo después
de las últimas debacles, por el desterrado que, a nadie se le escapa, goza de
mayores simpatías que el denostado líder, en horas bajas desde hace ya tiempo.
Ante esa situación y lejos del conformismo que garantizaría
a Errejón un escaño y un sueldo, para tranquilidad de algún miserable como
Echenique, que ayer tuvo que disculparse ante la dignidad del disidente, el
ahora socio de Carmena optó por abrir la cápsula en la que Iglesias había
encerrado a su partido, proponiendo una opción en la que también cabría Podemos
y no sólo Podemos, sino todo aquel dispuesto a trabajar por los demás desde
posiciones de izquierda, pero en absoluto sectarias.
Ayer, finalmente, Errejón dio una lección, sin siquiera nombrarle, al miserable de Echenique, que, vistas las consecuencias, anoche mismo se vio obligado a pedir disculpas por sus injustas palabras. Ayer, Errejón dejó el escaño que sin duda era suyo, porque fue su presencia en la lista la que, no sin reservas, convenció a muchos, entre otros a mí, para dar el voto a Podemos. Y lo hizo sin que ninguno de sus adversarios llegase a tener el valor de quitárselo, no renunció a su militancia, porque, después de tantas decepciones, Podemos aún sigue creyendo en un proyecto que se merece otras maneras y otros dirigentes. Y lo hizo con tranquilidad, mirando a os ojos de la gente, sin circunloquios, sinceramente. Fue toda una lección para tanto acólito acrítico como rodea a Iglesias, acríticos que son los que medran en el que todavía es su partido.
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