Tengo una amiga que lleva días sin poder ver telediarios,
porque tiene un niño al que, como no puede ser de otro modo, algunas noticias
le impresionan y le llevan a hacerse preguntas o, lo que es peor, a quedarse en
un silencio preocupante que es en sí mismo como una gran pregunta que plantea a
todos esos adultos, entre los que debemos incluirnos, que no se plantean si es
necesario montar un circo de cámaras, micrófonos, unidades móviles y curiosos
cada vez que una desgracia se cierne sobre una familia o una localidad,
alimentando irresponsablemente ese morbo enfermizo que da tanta audiencia y
tanto dinero y que cuesta tan poco sostener.
Lo de mi amiga y su niño, evidentemente, no se lo plantean
quienes se revuelcan día sí y día también en el morbo, fingiendo solidaridad y
sentimientos, con gesto grave, dirigiendo desde el estudio o el plató a su
infantería, toda una legión de mercenarios mal pagados, dispuestos a poner el
micrófono delante de madres desgarradas o vecinos locuaces y ansiosos por
aprovechar sus quince segundos de gloria ante la audiencia. Qué decir de
los sentimientos de los directores de los programas, dispuestos siempre de dar
una vuelta de tuerca más, de forzar a esa infantería a saltarse cordones de
seguridad y de decencia, para ir más lejos que la competencia. Qué decir de los
directivos de todas esas cadenas, incapaces de otra cosa que no sea traducir el
dolor, el morbo y el share que provocan en otra cosa que la cuenta de
resultados, gente que no quiere gente con escrúpulos a su lado, porque para
chapotear en el morbo, los escrúpulos estorban.
Quizá por eso, este fin de semana, han dado más importancia
al intento de rescate, ya desesperado, del niño atrapado en un pozo del campo
malagueño, que a la crisis de Podemos o al maquillaje de brocha gorda con que
el PP ha pretendido disimular este fin de semana el claro desnorte de su
intrépido líder, Pablo Casado. Quizá por eso quienes esperábamos recibir de los
telediarios un poco de información nos hemos visto obligados a abonar el
impuesto de largos reportajes, con especialistas de aquí y de allá, con
vecinos, con algún que otro familiar y, siempre, con ese plano del ajetreo, ese
sí responsable, en torno al pozo del que se pretende extraer, ya con pocas
esperanzas, de hacerlo con vida.
Tuvimos que verlo el fin de semana y llevábamos días viendo
ese espectáculo absurdo y doloroso de informaciones vacías y "de
compromiso", en cada telediario, en cada programa, sin que nada hubiese
pasado, bueno o malo, conformándose y pretendiendo conformarnos con la más o
menos previsible agenda de los acontecimientos, que es lo que cuenta un
periodista cuando no tiene nada que contar, quejándose de retrasos en la
comparecencia de este aquel técnico, asumiendo un protagonismo tan
injusto como soberbio quienes deberían ser meros transmisores de la
información, sin especulaciones ni, mucho menos, "adornos" ni
exageraciones.
No me gusta el camino emprendido hace ya años por los medios de comunicación en España, falta en ellos la responsabilidad que yo he conocido en otros tempos y sobran el morbo y el espectáculo que tan bien retrató Billy Wilder en "El gran camaval", la historia del rescate de un arqueólogo atrapado en una cueva que atrae a todo un circo mediático, convirtiendo las inmediaciones en una feria y el mismo rescate en un programa de suspense, prolongado artificialmente a la vista de la audiencia que consiguen las "entradas" desde los alrededores de la cueva.
Por desgracia, la suma del dolor, la incertidumbre y el tiempo que corre en contra del final esperado, convierten la información en un espectáculo morboso, en ese gran carnaval que nos sonrojó en la película de Wilder.
Por desgracia, la suma del dolor, la incertidumbre y el tiempo que corre en contra del final esperado, convierten la información en un espectáculo morboso, en ese gran carnaval que nos sonrojó en la película de Wilder.
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