Hoy tocan a su fin las extrañas vacaciones de nuestros
políticos. Unas vacaciones más que raras que han transcurrido entre paseos
junto a vallas fronterizas, fotos en ellas y con guardias civiles incluidas,
como queriendo convertirse en los centinelas que otean el horizonte por el que
llegarán los "millones" de africanos que, según ellos, esperan para
saltarlas. También, las visitas a las cárceles en las que , a mi modo de ver,
con excesivo rigor llevan meses en prisión demasiado preventiva los tan
intrépidos como consecuentes independentistas catalanes que, a diferencia
de Puigdemnt, eligieron no poner los pies en polvorosa, poniéndose al alcance
de una justicia, más o menos justa, pero que era la que había, con algún que
otro sobresalto a cuenta de la bisoñez de un gobierno formado sobre las
cenizas que dejó la corrupción aún en rescoldo del Partido Popular, unas
vacaciones durante las que el presidente, que lo arriesgó todo para desalojar a
Rajoy de La Moncloa, ha comenzado a sentir en la nuca el aliento de sus socios
circunstanciales que, pasadas las primeras semanas de idilio, comienzan a
reclamar lo suyo y cuanto antes.
Esas vacaciones que en realidad no lo han sido, han
coincidido con el periodo en que las tomamos la mayoría de los mortales. Sin
embargo y por desgracia, en este país en el que raro es el año en que los
ciudadanos no son llamados a las urnas, todo se ralentiza, como en una oficina
en pleno agosto, como queriendo guardar lo bueno para las inevitables campañas
o precampañas electorales, en tanto que se aplazan o se esconden las decisiones
que conllevan algún coste electoral.
Peor aún. En este país en que nos ha tocado vivir, nadie
parece querer hablar de lo importante, nadie parece querer ocuparse de lo
importante, de lo que está o no está ahí, tan cerca, en la calle, al doblar la
esquina. Ocuparse de las clases que pronto comienzan para nuestros hijos, en
colegios inacabados o insuficientes, de los médicos y enfermeras que llegan a
vera setenta pacientes o más al día, en unos centros de salud dejados de la
mano de dios, de las pensiones a las que, salvo excepciones, cualquier mes se
les hace largo, de la falta de seguridad y limpieza en muchos barrios de
nuestras ciudades, de los funcionarios desincentivados que llevan años,
pagando, aunque con un puesto de trabajo, eso sí, la crisis y el derroche de
gobiernos pasados y quien sabe si futuros.
Nadie parece querer ocuparse de ello, nadie habla de ello en
sus falsos mítines, los que se hacen con un atril, unas cuantas banderolas y
unos pocos fieles muy fieles, para las cámaras de los telediarios. Tampoco
parece que todo eso interese en las entrevistas, aquí o en Waterloo. De lo que
se habla en ellas es de cosas tan grande como etéreas y poco prácticas. Se
habla de independencia, de memora o de concordia. Hablamos de los restos del
dictador, que yo quiero fuera de Cuelgamuros, hablamos de la independencia de
Cataluña, que, si llega, será como mínimo otro motivo de frustración para los
catalanes que ya no se acuerdan de lo que es un gobierno gobernando o un
parlamento legislando. Hablamos, desde ayer, de la concordia, pero de la
concordia que ellos quieren, de la que no altere la memoria escrita por ellos
desde su pedestal. La concordia que propone quien dejó que su padre enfermo
fuese utilizado por quienes le repudiaron. Asuntos intangibles, inalcanzables,
recurrentes, que siempre estarán ahí para recurrir a ellos cuando no se quiere
hablar de lo que realmente debería importarle a la gente. Asuntos que no son
más que el camuflaje o el reclamo de los que se sirven los cazadores para
engañar a las bandadas de ciudadanos que pasan de casa al trabajo, si lo
tienen, para disparar sobre ellos todos sus mensajes y cobrarse la codiciada
presa de su voto.
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