No entiendo nada y si yo, que he pasado dieciséis años de mi
vida en la universidad, como alumno y como profesor, no entiendo nada, no
quiero ni imaginar qué estarán pensando quienes no hayan tenido nada que ver
con ella.
¿Qué está pasando? Os aseguro que aquella universidad que
conocí mis años de estudiante, la de las huelgas y la oposición antifranquista
era más coherente y más útil que ésta. Lo era al menos para quienes pasábamos
por ella, porque, además de en veterinarios, periodistas, abogados o médicos,
nos convertíamos en ciudadanos y, al menos esa fue mi experiencia con mis
compañeros, en ciudadanos críticos y solidarios.
Hoy no cabe duda de que las cosas han cambiado. Hoy los
títulos se consiguen sumando créditos que muchas veces se consiguen elaborando
y presentando trabajos. No sé si eso es mejor o peor. No sé si es mejor
defender en un examen los conocimientos adquiridos que ponerlos por escrito en
una serie de trabajos realizados a lo largo del curso, realmente no lo sé. Lo
que sé es que eso ha dado lugar a la atomización del conocimiento, a la
existencia de asignaturas y másteres de nombre rimbombante de las que,
sinceramente, en ocasiones desconozco la utilidad. Tanto que más de una vez he
pensado que se crean a la medida del profesor más que atendiendo a las
necesidades de los alumnos como futuros profesionales. Quizá, porque he
ejercido una profesión, el periodismo, para la que de nada o de casi nada
sirven los títulos.
Pero, por desgracia, vivimos en la sociedad del currículo,
en una sociedad en la que se valora más la extensión de una lista de
conocimientos teóricos que la experiencia entera y verdadera que precisará
profesionalmente, quizá por eso, creyendo en eso, muchos alumnos y muchos
padres de alumnos nos sacrificamos económicamente para pagar esos cursos y
másteres que adorarían esos currículos que inocentemente creímos que ayudarían
a encontrar un trabajo.
Sin embargo, salvo excepciones, no suele ser así. A la hora
de buscar empleo, vale más una amistad, en el nivel que sea, que toda esa lista
de títulos, cursos y másteres puestos en un papel que, al final, acabará en una
carpeta junto a otros papeles similares.
Por si fuera poco, hemos entrado en una etapa, a mi arecer
caótica, en la que las licenciaturas se han convertido en grados, con menos
duración, pero que no capacitan para el ejercicio profesional y que necesitan
de uno o varios másteres o de uno o dos años de trabajo en pruebas para
facultar el ejercicio profesional. Curiosamente esto se produce en un momento
en el que las empresas consideradas como más eficaces, tecnológicas de éxito
como Google, Facebook, Apple o Amazon, después de analizar la idoneidad y
eficacia de sus empleados, comienzan a "pasar" de los currículos
brillantes para fijarse en otras características de sus perfiles.
Mientras tanto, las universidades cultivan en su jardín
másteres cada vez más exóticos que ponen en el mercado a precios de frutos
primorosos, que luego, a la hora de la verdad, se muestran vanos o inmaduros.
Ocurre con esto como con la fruta y verdura de muchos hipermercados que, en eso
que llaman el "lineal" parecen una cosa y luego, en casa, son otra,
hasta el punto de que, a veces, no llegan ni a la mesa. Un engaño en el que
caemos una y otra vez, porque nos empeñamos en no aprender de nuestra
experiencia, que sin embargo permite a las grandes cadenas y a las
universidades hacer caja.
Sin darnos cuenta, unos y otros han convertido nuestras
universidades, el camino lógico para subir en la escala social, en un nuevo
obstáculo para quienes están abajo, porque las becas y ayudas, pagadas con el
dinero de todos, con nuestros impuestos, para garantizar el acceso de todas las
clases, pierden su efecto a los cuatro años, el grado, al entrar en contacto
con la kriptonita de los másteres. Sin que nos hayamos dado cuenta, han
levantado un muro, insalvable para muchos, que separa a los que se pueden
permitir pagar un posgrado, un máster, de quienes no pueden siquiera soñar con
ello.
Y, por si fuera poco, nos toca asistir al negocio en que
algunos han convertido la oferta de esos títulos de posgrado, hasta el punto de
convertirla en una especie de barquillera trucada en la que según quien seas el
barquillo te saldrá, en esfuerzo, gratis o no.
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