Siempre he pensado que, si los ciudadanos nos hemos dado un
estado, con toda la organización que conlleva, ha sido para que ese estado nos
proteja y nos defienda de todo aquello que ponga en peligro nuestra libertad.
Del mismo modo, siempre me he opuesto, no me da el pensamiento para ello, a que
el Estado, cualquiera que éste sea, sea un instrumento de venganza, aunque se
argumente que esa venganza se ejerce en nuestro nombre.
Me ocurría con ETA, en aquellos tiempos en que cualquier
salida que el gobierno, entonces socialista, ofrecía a los presos de la banda
era inmediatamente boicoteada y convertida en instrumento electoral por el PP,
moviendo a las masas, autobuses mediantes, contra cualquier medida que se
apartase del estricto castigo, descartando incluso la redención, de
cualquier actitud que no fuera la venganza. El tiempo, afortunadamente, ha dado
la razón a quienes pensaban que, con los presos de ETA, como con cualquier
preso, la venganza no es eficaz, porque tiende a retorcerse sobre sí misma,
convirtiendo una línea recta que se difumina y se resuelve en el infinito, en
una terrible espiral que se retroalimenta y crece, también hacia el infinito.
Bastaron la eficacia policial, el tiempo y la paz para que
la propia banda, colocada ante el espejo, más o menos a regañadientes, tomase
la decisión más valiente y, a la vez, más útil para el pueblo que decía
defender: la de disolverse y dejar que ese pueblo, todo él, se expresase en
libertad en las urnas.
Viene todo esto a cuento del bronco debate que, otra vez en
fin de semana, se ha generado en torno a la, a mi modo de ver, excesivamente
larga prisión preventiva que pesa sobre los dirigentes catalanes encarcelados
hace un año por los acontecimientos que, desde septiembre del año pasado,
alteraron, y aún hoy alteran, la paz social en Cataluña.
Vaya por delante que tengo claro que, si a actitud del
ministro Zoido y quienes tuvo por encima y por debajo hubiese sido otra, el suflé
de la tensión no hubiese llegado a levantarse, del mismo modo que, vistas las
imágenes de las calles de Cataluña que todos vimos, era lógico esperar alguna
respuesta no policial, eso sí, del Estado. Por eso, cuando los jordis fueron
llamados ante la Audiencia Nacional, me sentí aliviado. No es nada
tranquilizante ver como una masa perfectamente controlada se hace con la calle
e impide a la policía judicial, que otra cosa no eran los guardias civiles en
el registro de la Consellería de Economía, ejercer el cometido encargado por un
tribunal, en este caso el registro de sus instalaciones.
Llegué a sentir alivio, incluso, cuando Sánchez y Cuixart
fueron enviados a prisión, porque soy de los que piensan que la masa; también
en actitud pasiva y aquella no siempre lo fue, puede convertirse en un
instrumento de violencia, porque impedir la libertad de movimientos de los
guardias y la comisión judicial es también violencia. Del mismo modo, me
tranquilizó saber que Puigdemont, Junqueras y sus consejeros eran también
llamados a la Audiencia. También que, cuando supe de la huida del ex president
a Bruselas, vía Marsella, entendí que la juez Lamela tomase precauciones con
quienes sí se presentaron ante ella, enviándolos a prisión. Simultáneamente me
pregunté y me sigo preguntando por qué no se exigieron responsabilidades a
quienes no impidieron que Puigdemont y sus consejeros saliesen por pasos
fronterizos y aeropuertos ¿Otra vez Zoido?
Sin embargo, todo ese alivio, un tanto culpable, que sentí
se ha ido desvaneciendo poco a poco con el paso de los meses. A nadie se le
escapa que la prisión es dura, muy dura. Por eso supongo que si el juez, ahora
el magistrado Llarena, mantiene la prisión después de tantos meses, es porque
tiene alguna razón poderosa, que desconocemos, para tomar una decisión como esa
y espero que la razón sea algo más que la venganza o la aversión ideológica.
Está claro que el mantenimiento de la prisión para los
jordis y los miembros de aquel gobierno de Puigdemont se ha convertido en el
depósito de combustible para los motores del soberanismo, del mismo modo que,
al final, los presos se convirtieron en el último argumento de ETA y quienes la
justificaban. Por eso me cuesta creer que alguien que piense en el futuro de Cataluña,
alguien que no la dé ya por perdida electoralmente, alguien que no quiera
convertirla en un estandarte, en su "a por ellos", para las próximas
elecciones generales, pueda negar que los políticos catalanes presos sin un
problema y que sería sensato no prolongar más su encarcelamiento que no deja de
ser aún preventivo.
Cada vez son más las voces que desde el Gobierno y desde el
PSOE reclaman esa sensatez que hoy parece faltar en el Supremo, al mismo tiempo
que desde PP y Ciudadanos se piden más cadenas y por más tiempo para esos
presos, incluso una imposible modificación de la ley para prohibir los
indultos, no para la corrupción, qué va, sino para los reos de rebelión o
sedición.
la verdad, este fin de semana me he sentido de nuevo en
aquellos años en que Francisco Álvarez Cascos o Jaime Ignacio del Burgo
dinamitaban cualquier intento de solución dialogada al "problema" de
ETA. Difícilmente se va a encontrar una solución con quienes, como el PP, se manifiestan en contra del "apaciguamiento" o, como Pablo Casado, hablan de pistolas que nadie ha sacado sobre la mesa de una hipotética negociación. Al final, como en los tiempos de ETA,la solución y el problema pasan otra vez por los presos.
1 comentario:
Interesante artículo ...
Saludos
Mark de Zabaleta
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