Poco a poco y a su pesar, vamos conociendo detalles de las
verdaderas intenciones y los métodos de Vox y eso, que es bueno, ha tardado
demasiado. Vox no es más que un aglomerad de todos los descontentos que la
democracia ha ido dejando en las cunetas del camino que, después de cuatro
décadas, llevó a nuestro país a la primera línea de las democracias europeas.
un aglomerado de rencores de todo tipo que, en el fondo, no representan más que
la incultura y la maldad que hacen que unos hombres se crean mejores que otros
y con derecho a prohibir y quitar a los demás.
Son algo más que la casta de la que hablaba el Podemos de
los primeros tiempos, porque son la casta del privilegio y de la sangre, la de
los apellidos rimbombantes, las banderas y los himnos, la que odia la libertad
de los otros y la democracia, pese a que no duda en encaramarse a ellas para
perseguir a los demás. Ellos y sus amigos pasean autobuses con mensajes que van
en contra de la igualdad que entre todos nos hemos dado, por no decir que va en
contra de la inteligencia y el sentido común que a todos se nos supone.
Los he visto con sus tenderetes en el centro de Madrid, con
sus banderas, sus panfletos y, sobre todo, con sus amenazantes fornidos en
mangas de camisa, personajes con más horas de gimnasio que horas de biblioteca,
colocados en posturas marciales, como indicando, no se te ocurra acercarte si
no eres de los nuestros. Los vi hace unos días, pero ya los tenía vistos,
demasiado vistos. Sin uniforme, sin aquellas camisas azules, sin los guiones y
sin los correajes, son los mismos que hace unos cuarenta años se empeñaron, y
les dejaron, en convertir el barrio de Salamanca en una especie de reserva, con
sus controles y sus patrullas, que bautizaron como Zona Nacional.
Son los mismos que sembraban el terror los domingos en el
Rastro y a diario en la Universidad o en el barrio de Argüelles. Hoy disimulan,
porque lo que no consiguieron entonces, sentar a más de uno de los suyos en el
Congreso, hoy lo tienen al alcance de a mano, o eso creen y pretenden hacernos
creer, aunque, no lo olvidemos, si eso depende de alguien es de nosotros, de
que no dejemos de ir a votar, de que no nos callemos ante determinados
discursos, de que rebatamos las estupideces y los bulos que extienden a
sabiendas de su falsedad para confundir a quien quiere confundirse, por ellos o
por su egoísmo.
Apenas aún son nadie y ya nos dan lecciones de
patriotismo y decencia, pero son los de siempre, los que viven del chollo y del
cuento, los que invitan a "cañas por España" -Hitler lanzó su fallido
golpe de Estado desde una cervecería-, los que presumen de renovación y
limpieza y andan "poniendo la mano a los empresarios", como hacían el
PP, el partido que por la corrupción se fue al garete y quién sabe cuántos más,
los que se pasan la democracia interna por el arco de La Moncloa, los que
reniegan del sistema y pretenden quedarse a vivir, todo lo bien que puedan, de
él.
Estaban ahí y estarán siempre. Son los froilanes que hay en
toda familia y en todo barrio, pastoreados adecuadamente por quien mira más
lejos y mejor para sacarles el mejor de los partidos. Pero no han venido solos,
los hemos traído entre todos, enredándonos en discursos de patrias y de
banderas que ellos manejan mejor que nadie, esgrimiendo el misal y el rosario
que tan poco nos importa, forzando el discurso igualitario hasta quitarle en
parte su sentido, propagando ese "todos son iguales" que les ha
venido también y, sobre todo, olvidándonos de la gente y sus problemas,
convirtiendo en meros resentidos, cegados por el abandono en que les hemos
dejado y dispuestos a vengarse, aunque sean ellos la primera víctima de su
venganza.
Que sus generales, sus jueces, sus abogados y quienes tiran
de los hilos tras de ellos no nos amarguen el futuro depende de nosotros. Son
el pasado, el más oscuro de los pasados, y está en nuestras manos que ese
pasado no vuelva para quedarse. Hemos cometido demasiados errores, hemos sido
demasiado exquisitos con nuestro voto y con nuestro silencio y ya es hora de
levantarnos y de hacer valer nuestra voz, para arrinconar el pasado, para que
no vuelvan.
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