Algún día los historiadores estudiarán y nos explicarán por
qué quienes, después de casi tres décadas de bipartidismo, consiguieron
levantar, en la izquierda y la derecha, sendos partidos alternativos a los bien
asentados, PP y PSOE, acabaron por dilapidar el capital político que los
ciudadanos descontentos pusieron en sus manos. De Pablo Iglesias y su
egocentrismo suicida llevo semanas escribiendo en mi blog de Albert Rivera,
también, aunque este señor, que aparece y desaparece de la vida pública con
pasmosa facilidad, como un guadiana de la política del que no se sabe muy bien
de dónde viene ni a dónde va.
Rivera consiguió convertir a Ciudadanos, un invento, dicen,
de la banca en la cuarta fuerza política del Estado y, de la mano de Inés
Arrimadas, en la primera en Cataluña. De hecho, se especuló con la posibilidad
de que superase a Podemos y acabase por sustituir al PP, pero, al final, todo
ha quedado en humo, un humo irritante que en más de uno ha hecho brotar
lágrimas desconsoladas.
Rivera lo ha tenido todo para convertirse en una alternativa
aparentemente europea y civilizada de gobierno, pero su afán de hacerse con el
electorado con técnicas de mercado, aparentando ser una cosa y la contraria,
día sí y día no, en un territorio u otro, pactando aquí y ahora con el PP y
allá, al día siguiente, con los socialistas ha conseguido despistar a los
electores como nadie nunca antes. Hasta el punto de que hubo en tiempo en que
vimos a su partido como la bisagra que articulase y equilibrase a la izquierda
y la derecha.
Sin embargo, en los últimos tiempos, tras su reaparición con
más pelo y más caos en su cabeza, hizo todo lo posible por desconcertar a
aquellos electores que habían confiado en Ciudadanos como en un partido de
centro. Lo hizo dilapidando el millón de votos conseguidos en Cataluña a
base de pasear a Arrimadas como una plañidera exagerando las ofensas, que las
hubo, y rechazando cualquier intento de abrir una vía de solución al conflicto,
como si ya le fuese bien con lo que había.
Después llegó la alianza con la que consiguió entrar en el
gobierno andaluz, alcanzando, no sin cierta vergüenza y mala conciencia por
parte de su líder allí, la cuota de poder más alta de su historia como partido.
Por si fuera poco esa aceptación de las exigencias de la
ultraderecha encarnada por VOX, Rivera se prestó a posar con Casado y Abascal,
en la foto de la Plaza de Colón, esa que le perseguirá hasta el fin de sus días
y que, pese a sus intentos de desmarcarse a última hora del facherío dominante,
dejo muy mellada su credibilidad ante los electores, algo de lo que Arrimadas
se libró perdiendo con más o menos fortuna o intención el avión de debería
haberla traído de Barcelona a Madrid.
Sus paladas cada vez eran más de arena que de cal y del acto
fallido de Colón pasó a ofender a las bases de su partido, a aquellos que
habían trabajado para implantarlo y afianzarlo en provincias que, pese a ser
menos vistosas y salir menos en los telediarios, a la hora de la verdad suman
votos como el resto. No se sabe cómo, Rivera tuvo la ocurrencia de
"pasar" de esa militancia fiel, llenando las listas provinciales de
paracaidistas tan poco vistosos como la más que sospechosa de corrupción Silvia
Clemente, llegando incluso al pucherazo, que ya investiga la fiscalía, para
imponerla como efímera cabeza de lista de Valladolid, descabalgada al
destaparse el fraude en las primarias.
En fin, una cadena de despropósitos de los que el último ha
sido ofrecerse, antes incluso de que se inicie la campaña para gobernar con el
PP de Casado si es que los votos dan para ello, claro. Una oferta que no es
sino la evidencia de la derrota que sin duda restará votos a su partido, en el
que aún permanecen quienes creyeron un día que Ciudadanos y Rivera estaban en
el centro.
No sé qué le pasa a Rivera, pero me puedo imaginar lo que
acabará pasándole a su partido, que, con el desembarco de Arrimadas y otros
diputados del Parlament de Catalunya en las listas al Congreso, ya da por
perdida la batalla en Cataluña y aparenta ser un "sálvese quien
pueda" que nunca anuncia nada bueno.
Rivera se está apagando como se apagan las bengalas que
sirven para un momento, pero que, a largo plazo, ni calientan ni iluminan. No
sé qué le está pasando ni cuál es su problema, lo que parece claro es que habrá
que entonar el adiós a este político que mal aconsejado por las prisas o sus
mentores ha dejado de contar para el futuro, al menos en lo inmediato.
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