La última encuesta del CIS ha vuelto a dejar al descubierto
el tremendo abismo que se está abriendo, que se ha abierto ya, entre los
ciudadanos y quienes deberían representarles. Por eso, cada vez tengo más claro
que quienes creen que es necesaria una segunda transición tienen razón. Y la tienen,
porque el papel de la ciudadanía en la gestión de los asuntos del país no puede
limitarse a votar cada cuatro años y ser consultado muy de vez en cuando, tan
de vez en cuando que soy incapaz de recordar haber votado más allá del ingreso
en la OTAN.
Hay que hacer una segunda transición que no sólo acorte el camino entre los
ciudadanos y sus representantes, sino que proporcione atajos y vías
alternativas que permitiesen corregir, más allá de una convocatoria electoral,
las desviaciones del poder.
Ninguna de las decisiones que nos han llevado a donde estamos nos ha sido
consultada directamente a los ciudadanos y está claro que, cuando se nos
convoca a las urnas para unas lecciones, se nos pinta un país falso, por bueno
o por malo, y desenfocado que busca el voto aturdido que les garantice, y me
duele decirlo, otros cuatro años en el escaño o el sillón.
Evidentemente, el bipartidismo no es bueno y mucho menos las mayorías
absolutas. Por eso resulta muy preocupante el ascenso, en España y en el resto
de Europa, de aquellos partidos oportunistas, construidos en torno a personajes
públicos, con programas populistas y a veces contradictorios que no son sino la
suma de las querellas que los ciudadanos tienen con el poder.
Sería preciso que alguien nos dijese la verdad de las cosas. Que nos
explicase que un estado que dice ser solidario tiene que financiarse con
impuestos más altos y, sobre todo, más justos que lleguen a unos ciudadanos conscientes
de la necesidad de su esfuerzo. Serían precisas nuevas leyes que no
consintiesen, como consienten las que tenemos, la corrupción y el despilfarro.
Unas leyes que primasen las escuelas y los hospitales sobre las estatuas, la
remodelación innecesaria de parques y las estaciones de AVE o los aeropuertos
sin viajeros; unas leyes que pusieran al ciudadano por delante de las cosas y
los bolsillos de quienes las hacen; unas leyes, en fin, justas y solidarias.
No sé cómo se hacen, pero sí sé cómo no se han hecho. Encontrar el camino
para conseguirlas debe ser el objetivo, si no de los políticos, sí de los
ciudadanos. Ese es el debate necesario y, si no lo abrimos, sino allanamos
caminos para las soluciones reales, pariremos un país desencantado y
abstencionista en el que cualquier listo con capacidad de movilización se haga
con el poder.
Tenemos unos partidos aquejados de obesidad mórbida, unos sindicatos
somnolientos y artríticos, una iglesia que nos impide digerir con tranquilidad
la libertad, una banca cancerígena y una justicia lenta y atrofiada que hay que
cambiar.
Ese es el verdadero debate. No qué diferencia hay entre este o aquel
partido.
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