Circulan por la red notas más o menos serias y, cómo no,
chascarrillos dedicados a la penosa decisión de algunas consejerías de
educación por la cual en las escuelas e institutos se cobrará a los alumnos que
lleven el almuerzo de casa una cuota por los gastos de electricidad, limpieza o
monitor que se hagan durante la comida.
Así, de pronto, me viene a la memoria aquella historia
-entonces no le llamábamos monólogo- de Gila en la que discutía con el director
de su colegio el recibo de la mensualidad de su hijo. En aquel recibo, se le
cobraba el desgaste del patio y nos reíamos. Ahora se plantea una cosa parecida
y, sin embargo, nos cabreamos, por no decir que, algunos, lloramos.
Yo, por ejemplo, lloro porque, sin que nos dejen darnos
cuenta, nos están privando de u elemento homogeneizador de nuestras escuelas:
la comida igual para todos los niños. Esa comida que, como recordaba hace poco
una sindicalista de la enseñanza, es, en muchas ocasiones, la única decente que
algunos niños, cada vez más, hacen al día. Lloro también, porque volverán a la
escuela las clases, las categorías, las diferencias entre los hijos de padres
que tienen aún trabajo y los que no, las de quienes comen "de menú" y
quienes se traen la tartera, las de quienes comen de sobras y las que comen
sopas, potajes y tortillas recién hechos, las que hay entre quienes comen
caliente y los que apenas traen en su mochila un bocadillo envuelto en papel,
plástico o aluminio, las que hay entre quienes lo traen de chopped o mortadela
y los que "gastan" jamón del bueno, las que hay entre quienes traen
postre y quienes no y, por último, las que existen, terribles, entre quienes
traen o reciben comida y quiénes no.
Es terrible, pero es así. Yo iba a un colegio del barrio,
sin lujos, pero eficaz y, como lo tenía al lado de casa, nunca tuve que comer en
él. Lo de la diferencia de clases a la hora de comer lo viví de manera
consciente ya en la universidad, cuando en la cafetería de la facultad, loa
alumnos podíamos elegir entre comer el menú, los bocatas del mostrador o
conformarnos con el bocata o la tartera fría traída de casa y consumida de
manera más o menso clandestina en algún rincón de la cafetería, aunque también
los había que, con las llaves del coche en la mano, se marchaban a comer a
cualquier restaurante o cafetería "fina" de Argüelles: toda una
panoplia de los hijos de las diferentes clases sociales que accedían a la
universidad.
El comedor escolar, como la mili, tenían la virtud´-alguna
tenía que tener- de que igualaba más o menos a los obreros y los universitarios
a la hora del almuerzo, algo que hemos perdido y que estos señores que nos
gobiernan parecen empeñados en que pierdan nuestros hijos. Menos mal que el
hambre agudiza el ingenio y más de un niño rico perderá su almuerzo a manos de
otro más pobre o más necesitado, mediante hurto o engaño. Será la venganza de los
pobres, la justicia redistributiva, aunque, a lo peor, fomentamos la aparición
de nuevos mariosconde, correas o “bigotes”. En fin, la vida misma.
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