Por fin ayer se acabaron los debates. Ya no hay más. Han
sido más de tres horas de tortura y espectáculo poco o nada televisivo, de las
que me quedo con las del primero, quizá por la inocencia con que me pilló, en
medio de la melancolía del lunes, quizá porque el moderador trabajó para el
espectador y no para el espectáculo, como hizo la pareja de Atresmedia, incapaz
de imponer orden ni, mucho menos, concierto.
Fue un debate innecesariamente bronco, del que sólo me queda
la conclusión de que los candidatos de la derecha han perdido los estribos,
como si tuviesen prisa, como si la ansiedad del estudiante que llega al examen
final sin haber estudiado, como si hubiesen tomado algo, especialmente Rivera,
para mantenerse despiertos, algo que les hubiese desatado los nervios,
poniéndoles en el despeñadero de una hiperactividad incontrolable, que en el
candidato de Ciudadanos se hizo evidente después del debate, cuando, hay
pruebas en las redes, era evidente que le costaba trabajo parar y relajarse.
Casado y Rivera se dejaron la cortesía en casa, contando con
que alguna vez la tuvieran, entregados al "y tú más", incluso entre
ellos. Nada que ver con la cordialidad, no sin algún que otro reproche, que se
brindaron Sánchez y un Iglesias que, por momentos, me recordaba a su
"amigo" Errejón, un Iglesias que, en ocasiones, asumió el papel
conciliador entre sus rivales que los dos conductores del debate fueron
incapaces de cumplir, hasta el punto de que, no sé si intencionadamente, estoy
seguro de que retuvo o se ganó mucho del voto moderado que duda si votar a su
partido.
Sánchez, qué remedio, se limitó a cubrirse en su rincón, que
estaba en el centro, junto a un Rivera desquiciado, como pasado de vueltas, del
que, como de Casado, tuvo que defenderle en más de una ocasión un escandalizado
Iglesias que no podía reprimir sus gestos de asombro ante las acusaciones,
falsas o exageradas, de la derecha.
No me cabe duda de que, de haber un ganador en el debate de
anoche, éste fue Pablo Iglesias, que puso a salvo mucho del voto perdido o
dudoso, después de una primera mitad de campaña en la que parecía ver en
Sánchez a su único enemigo. Una actitud que brilló especialmente frente a la
pelea de gallos en que se enredaron los representantes de la derecha. Tampoco,
la de que el perdedor, con más de Diego Costa que de Messi, fue Albert Rivera,
que tiró por la borda todos sus años de liderazgo, malgastados en esos
arrebatos de ansiedad que, a su lado, hicieron bueno a Casado.
No sé quién asesora a Albert Rivera, pero tendría que
hacérselo mirar. Alguien debería explicarle que no es Tamarit, ni siquiera el
mago pop, que no basta con un portarretratos en el que se exhiben como
clandestinas fotos oficiales y protocolarias tomadas a la luz del día ni basta
mostrar a cámara un rollo de papel lleno de presuntos escándalos. Tampoco basa
con sacar a relucir a la difunta abuela ni a su hija Daniela, para convencernos
de algo distinto a lo que resulta evidente, que lo único que le importa es él y
el "cachito" de poder que pueda conseguir.
Queda la esperanza de que la de ayer sea la última vez que
tengamos que ver el tenderete de Rivera, esa especie de puesto de pipas a la
puerta de un colegio, en el que encontrábamos, las pipas, los caramelos, los
primeros cigarrillos vendidos uno a uno y quién sabe si algo más fuerte e
inconfesable. Rivera y su partido se han dejado llevar por la ansiedad,
dando un espectáculo lamentable. Allá ellos.
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