Para nuestra desgracia, Inés Arrimadas, la hoy diputada en
el Congreso por Barcelona que, cuando consiguió aquel millón de votos en las
pasadas elecciones catalana no hizo nada por hacerlos valer, se parece más a su
voz, rota y un tanto desagradable, que a su imagen de niña candorosa. Si lo
digo, es porque me cuesta recordar una sola propuesta en positivo, formulada
por quien lleva ya años atizando fuegos, en lugar de apagarlos, como debería
hacer el político de clase a quien se le quiere equiparar.
Arrimadas, como un guadiana del conflicto, suele ponerse en
modo "standby", sin consumir energía ni argumentos, como hibernando,
a la espera de que ocurra algún acontecimiento en el que encajar su discurso
siempre negativo, siempre a la contra, tal y como lo hace su jefe de filas
Albert Rivera.
Inés Arrimadas, la imagen amable de Ciudadanos, aunque sólo
lo sea en apariencia, está siempre dispuesta a viajar adonde sea, para
colocarse en el centro de cualquier polémica, especialmente si tiene que ver
con el nacionalismo y el PSOE, sus demonios particulares, dispuesta a recoger
los elogios de los amantes de los discursos simples, no sencillos, y a ganarse
todos esos segundos de telediario, casi siempre en la apertura, porque, para
ello, se escogen cuidadosamente el momento y el lugar de esas apariciones, tan
medidas y estudiadas.
Ayer mismo, Arrimadas se manifestó en carne mortal en
Pamplona, en medio de la polémica elección de la mesa de su parlamento, clave
para la posterior elección de la presidencia de Navarra, que, a su vez, podría
influir en la investidura de Sánchez como presidente del Gobierno. Arrimadas,
como tal, poco tendría que decir al respecto. Pero ella y su partido esperaban
que los socialistas navarros, con María Chivite a la cabeza, volviesen a
hacerse el harakiri, facilitando con su abstención el gobierno de Navarra Suma,
con menos escaños que la suma del resto de fuerzas, una coalición en la que a
UPN y PP se sumó Ciudadanos, volviendo a marcar que, como denunciaba ayer
Manuel Valls, Ciudadanos no tiene nada de liberal y sí mucho de eso, de partido
de la derecha.
La reacción de Arrimadas, cargada de rabia, no se hizo
esperar. Su gran reproche a los socialistas navarros consistió en acusarles de
dejar entrar a Bildu en la mesa del parlamento, al tiempo que, dijo una y otra
vez, entregar Navarra a Euskadi, cuando la anterior presidenta, Usue
Barcos, lo fue por Geroa Bai, próxima al PNV.
Se ve que a Arrimadas no le parece bien que Navarra tenga un
gobierno estable, con ganas de hacer cosas por los navarros, y preferiría un
gobierno minoritario de la derecha, que, en Navarra, sería una afrenta para la
mayoría de los ciudadanos, generaría inestabilidad y supondría una sangría de
votos para el PSN. Algo parecido a lo que aviesamente pretendía Rivera para
Barcelona, un alcalde, Ernest Maragall, independentista que justificase la
existencia de su partido, Ciudadanos, en franco retroceso desde que Arrimadas
"pasó" de hacer oposición, limitándose a ser la plañidera ofendida
sin nada mejor que hacer que arrancar lazos y pancartas y presentarse, no de
improviso, sino con preaviso a la prensa y las fuerzas de seguridad en
"feudos" independentistas y ganarse así la bronca del pueblo, que tan
vistosa queda en los telediarios.
Tiene razón Valls que con sus tres votos dio la alcaldía a
Colau, Rivera cree que "cuanto peor mejor" y, como ya hizo el PP
durante muchos años, primero en Euskadi y ahora en Cataluña, hacerse el gallito
o el mártir, según toque, allí puede, incluso a costa de la desaparición del
partido en Cataluña o el País Vasco, da votos en el resto de España. Así de claro:
cuanto peor, mejor
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