Cuando anoche, poco antes de irme a la cama, leí en la
edición digital de EL PAÍS que el Tribunal Constitucional avalará por fin el
matrimonio entre personas del mismo sexo, pensé ¡menos mal, una buena noticia!
Una buena noticia entre tanto agobio, entre tanta subida, entre tanto
medicamentazao, entre tanto incendio agravado por la corteza de miras de
quienes sólo saben hacer cuentas y no saben hacer vida... una buena noticia que
traerá la calma a quienes ejercieron su derecho a la felicidad acogiéndose a la
valiente ley socialista que, con los años, engrandecerá y pondrá en su sitio la
figura de José Luis Rodríguez Zapatero.
Aquella decisión que dio la vuelta al mundo y marcó la senda
que después han seguido otros muchos países, encontró en sus ruedas el palo del
PP que, una vez más, ha pretendido imponer su modelo. Ese modelo que atormenta,
incluso, a muchos de sus militantes, para los que el mundo sigue siendo un gran
armario del que es imposible salir. Mientras esto escribo, escucho a quien
tanto ha luchado por los derechos de estos colectivos tradicionalmente
marginados, Pedro Cerolo, que con una sola palabra ha definido la actitud de
los populares en este asunto: crueldad.
Crueldad para quienes deciden buscar la felicidad fuera del
corralito moral que han levantado siglos y siglos de poder ignominioso. Crueldad,
también, para quienes les vemos felices y sabemos que su felicidad es posible
entre nosotros, porque nunca nos hará daño. Crueldad para con todas esas
familias que, tras años de avergonzarse de sus hijos, han visto por fin que lo
que les hacía diferentes era el espejo deformante en el que se empeñaban en
mirarlos. Crueldad, en fin, para una sociedad que sólo busca, o debería buscar,
la felicidad.
Los populares, como cualquier tiranuelo, han intentado
retorcer la ley, el lenguaje y quién sabe si la misma biología para llevar el
agua al molino de su intolerancia. Han tratado, como siempre, de teñir de
incienso pringar de cera rancia sus argumentos. Su último, y desesperado,
intento fue el de tratar de confundir el sacramento con el contrato social del
matrimonio, pretendiendo dotar de hegemonía a lo que sólo se diferencia del
matrimonio civil en un cierto compromiso añadido y las más de las veces
incumplido entre las partes y un pomposo ritual lleno de hipocresía.
La endeblez de los argumentos de tan cortos de mira
personajes podría resumirse en aquel galimatías de la que hoy es alcaldesa de
Madrid, esa parábola de las peras y las manzanas. La malicia la puso su
antecesor y hoy ministro de Justicia que, pese a reconocer la
constitucionalidad de la ley, se atrevió a plantear su derogación. A ver si se
atreve.
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1 comentario:
Por la macedonia,
por la coherencia,
por la libertad.
Salud.
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