Tengo una amiga que se ocupa de la difícil tarea de ayudar a
buscar trabajo a aquellos que más difícil lo tienen, aquellos que o están a
punto de perder pie en esta sociedad o quienes, después de años perdidos fuera
de ella, han llegado por fin a la orilla y quieren ponerse en pie.
Uno de los cometidos de mi amiga, y una de sus habilidades,
consiste en tratar con pequeños empresarios y jefes de personal de grandes
empresas dispuestos a echar una mano en el difícil rescate que le ocupa y
"llevarse bien" con ellos.
Os puedo asegurar que mi amiga es optimista y valiente. De
no serlo, difícilmente podría ocuparse en lo que se ocupa. Además, procura que
su trabajo no empape demasiado su propia vida. Sin embargo, hay días en que la
realidad se instala en su rostro y se hace imposible no entender, no percatarse
de que esa dura realidad en que se mueve le ha salpicado de lleno el alma.
Ayer fue uno de esos días. Cuando la vi, la note absorta y
triste, sospechosamente silenciosa, ella que no lo es, y cansada. Al cabo de
unos minutos me contó muy triste, casi al borde de las lágrimas, que esa mañana
había visto con algunos de esos empresarios de los que os hablo y que los había
visto llorar, no lágrimas metafóricas, ni las lágrimas de cocodrilo de quienes
se quejan "de vicio", porque también los hay. No. Lloraban con
lágrimas de tristeza, desesperación y miedo. Miedo a un futuro que, después de
echar abajo sus sueños, puede ponerles de nuevo en la línea de salida a la
búsqueda de un empleo, pero arrastrando un saco lleno de desventajas como la de
una edad difícil o un exceso de conocimientos para quedarse en simple mano de
obra.
Mi amiga visitó, por ejemplo, a dos hermanas que lo habían
puesto todo: ahorros, conocimientos y entusiasmo en la creación de residencias
para ancianos y que, ahora, se están comiendo los ahorros y trabajando con la
luz justa y el aire acondicionado apagado, porque la administración no les paga
desde hace meses y lo primero es hacer frente a las nóminas y salvaguardar el
bienestar de los ancianos, a los que ninguna de las dos cosas, luz y aire
acondicionado, puede faltarles.
Es el sueño de su vida que se desmorona ante sus ojos, como
se desmoronan a su alrededor el del pariente arquitecto trabajando de peón o el
del ingeniero que vive de repartir pollos con una furgoneta.
No le fue mejor a mi amiga en su visita a una multinacional
instalada en la zona cuyo propietario, aprovechando la situación en una maniobra
demasiado habitual, desgraciadamente, exige ahora más ayudas, con la amenaza de
irse a otra parte. Allí, uno de los responsables del departamento de personal
lloró también, viendo que el cierre de la empresa no queda tan lejos y que,
después de treinta años de trabajo, el paracaídas que era hace sólo unos meses
la indemnización, podría verse reducido a unos pocos miles de euros que apenas
le darían para "ir tirando" unos meses.
Eso por no hablar de las historias que nos asaltan con sólo
"poner la oreja" en el bar o el autobús. Pequeñas empresas que se han
visto a rebajar a la mitad su plantilla, en la que el propietario recibe apenas
un sueldo, a cambio de su trabajo, su inversión y su cartera de clientes, Algo
que también está pasando en el comercio tradicional refugio de quienes han
podido invertir sus pequeños ahorros y que, de un tiempo a esta parte, después
de descontar alquiler, luz, contribución y demás impuestos, apenas
"sacan" un sueldo de supervivencia.
Está pasando. En este país los empresarios lloran, porque
también ellos son víctimas de la crisis, porque, en chonta de lo que nos
quieren hacer creer desde el Gobierno, los empresarios no sólo son esos
"emprendedores" de diseño que se inventó Jacques Delors, ni esos roselles
o diazferranes que tienen asida la sartén por el mango y, cuando pintan bastos,
se la llevan a Suiza.
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