Hoy, como vengo haciendo cada día desde hace años, he
colgado en mi muro de Facebook esta genial "obra" de ese poeta
de las paredes y las calles que es el grafitero inglés Banksy. En ella, puede
verse cómo un cámara de televisión arranca una flor del suelo para poder
grabarla con detalle, la imagen que nos dejó Banksy en vete a saber qué muro de
qué ciudad es algo más que una imagen o un poema: es una acertada metáfora de
lo que nos está pasando.
Vivimos pendientes de lo que ocurre y lo vivimos al segundo,
a través del "directo" de las teles, sin darnos cuenta de que éstas
esconden bajo su disfraz de testigos imparciales el traje de lentejuelas
del protagonismo, sin darnos cuenta de que éstas, las televisiones, fuerzan a
veces la actualidad y, sólo por ello, la transformas, sin darnos cuenta de que
ese bucle infernal en que nos han metido, en el que una imagen se repite una y
otra vez, hipnotizándonos, bustos vociferantes intercambian ante nosotros, uno
tras otro, sus dogmas indemostrables
La imagen le ha ganado la partida a la palabra y las
imágenes, cada vez más fuertes, cada vez más forzadas, sirven de soporte a los
discursos más peregrinos que, apoyados en ellas, hacen verosímil lo que,
sólo con palabras y con tiempo para pensar sobre ello nos parecería una
patraña. Quizá por ello y sin haberlo conocido, mi abuelo, que era muy sabio,
decía aquello de "de lo que veas, la mitad creas".
¿Qué quiere decir con todo esto? Simplemente, que hay que desconfiar,
que no hay que creer a pies juntillas ni siquiera lo que creemos estar viendo,
que un plano cerrado sobre unas pocas decenas de personas puede hacerse pasar
por una multitud y que, por el contrario, buscando los claros que hay en toda
reunión de masas, puede arruinarse cualquier convocatoria de éxito.
Del mismo modo llevar la cámara hacia los que vociferan o
los violentos puede hacernos creer que el resto vocifera y se deja llevar por
la violencia. Una sola hoguera en una carretera puede traducirse como violencia
incendiaria y, por llevarlo a otro terreno, un rosario de desplantes o gestos
buscados y convenientemente adornados, vengan de Gabriel Rufián, Rafael
Hernando, Pablo Iglesias o cualquier otro pueden hacernos creer que la razón y
la fuerza están donde nunca han estado.
Qué pena que en la escuela no se enseñe a ver televisión,
como se enseña a leer y escribir. Qué pena que la televisión ya no se vea
"en familia", qué pena que no se contrasten las interpretaciones de
lo que creemos ver y que, a lo peor, no es más que un juego de luces, sombras y
sonidos. Qué pena que esa competencia que, nos lo hicieron creer, iba a mejorar
la calidad de nuestra televisión, se haya convertido en una pelea por las
audiencias a costa de quien sea y de lo que sea. Qué pena que, hoy, las
televisiones se dediquen a arrancar las flores para mostrárnoslas a su modo y
sin el menor respeto por la verdad.
Algo parecido ocurre al otro lado de la cámara con los
profesionales de la política. Raro es el que no cuenta con un ejército de
asesores de imagen que corrigen sus gestos y sus tics, que les enseñan a mover
los brazos y las manos de una manera mecánica y artificiosa, persiguiendo el
doble objetivo de hipnotizarnos, también ellos, y, además, el de que, ellos,
mantengan el equilibrio y no se caigan de su propio discurso.
Dicho esto, creo que los asesores del rey estuvieron el
martes de vacaciones. Él no, que leyó, sin sus habituales gallos, apenas uno o
dos, y sin cortes aparentes un discurso que, si no se lo habían escrito
directamente en la Moncloa, sí se lo habían inspirado. Un discurso en el que
dejó de lado las soluciones valientes e imaginativas, para precipitarse en el
tobogán de la "firmeza", tan peligroso como el camino sin salida y
sin retorno que transita, ya titubeante, el profeta Puigdemont.
Nada que ver los asesores de La Zarzuela, tan ausentes y
faltos de ganas el martes como los mossos de esquadra en las primeras horas del
domingo, con los que prepararon la puesta en escena y todo lo demás para la
intervención del president anoche.
Bien es verdad que la mejora era fácil, Bastaba con dar la
vuelta al naufragado discurso de Felipe de Borbón. Bastaba con asomarse tranquilamente
a una puerta, dar a entender que, en lugar de hacernos pasar a su despacho,
para atendernos sentado, tras el parapeto de la mesa de su despacho, dejando en
evidencia la presencia de las cámaras, salió a recibirnos, de pue, al umbral de
una puerta, una puerta que podía ser la de su vivienda o la de su despacho,
dejando suficiente aire entre él y las cámaras, que, de ese modo, desaparecieron.
Una puesta en escena más a la francesa, con apenas un micrófono prácticamente
inapreciable, para dar a entender la naturalidad que sin duda no había.
Pero no sólo eso, porque, si el discurso del rey cerró o, al
menos, no abrió puertas, el de Puigdemont, más sibilino y humilde, quizá porque
ya había perdido toda esperanza de apoyo internacional, si no la abrió, sí dejo
entrever que ofrecía lo que hasta ahora había negado: tiempo.
En fin, que en uno y otro lado, en todas partes, arrancan
las flores para metérnoslas en la cabeza
por los ojos.
1 comentario:
Interesante artículo...
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