Quién no ha escuchado estos días la terrible historia, no ya
de Nadia, la niña enferma que sus padres paseaban de plató en plató de
televisión, reclamando la solidaridad de los conmovidos ciudadanos, mientras
crecían las cuentas corrientes y los caballos del coche de la familia. Una
historia patética, digna por su regusto amargo de las páginas que dejó escritas
Charles Dickens o de las de cualquiera de nuestras novelas picarescas, por ese
descaro, esa falta de escrúpulos y ese uso y abuso que, del sentimentalismo y
la lágrima fácil de los demás, ha hecho gala con maestría digna de mejor empeño
el cabeza de tan conmovedora familia.
La historia parece, como os digo, de otro tiempo y ha sido
posible, entre otras cosas, porque ninguno de nosotros o, en todo caso, muy
pocos somos capaces de imaginarnos utilizando a un niño, más aun, a un
hijo, sangre de nuestra sangre, para vivir "del cuento". Pero esta
historia no es de otro tiempo, no. Esta historia es de ahora mismo. Es una
historia del tiempo en que las redes sociales difunden al instante y en
igualdad de condiciones, o así lo parece, cualquier opinión. Es una historia
que sólo ha sido posible en el tiempo de las televisiones en continuo tal show,
de los tiempos de la información inmediata, del despliegue por el despliegue,
una televisión en la que todo parece estar "a la última", todo, menos
el periodismo y sus reglas.
Porque el periodismo, aunque últimamente no lo parezca,
tiene reglas. Reglas que están más cerca del modo de hacer de la redacción de
la oscarizada "Spotlight" que del inmoral director de periódico que
encarna Walter Matthau en "Primera plana". Y una de las principales
premisas que contemplan esas reglas es que cualquier información, para ponerla
a disposición de los lectores, los telespectadores o los oyentes, ha de estar
perfectamente comprobada y confirmada. Lo malo es que, al menos es esa la
impresión que yo tengo, es que, últimamente, la regla que se impone es aquella
que dice que nunca debes dejar que la verdad te arruine una buena historia. Y
eso es lo peor que nos llenan la pantalla de “buenas historias" llenas de
verdades a medias o, incluso, de mentiras descabelladas.
Ese ha sido, tristemente, el caso de la historia de la niña
Nadia y su familia. Una historia increíble que, sin embargo, fue creída, no ya
por los telespectadores que, últimamente, bombardeados a cada instante con
mentiras disfrazadas de verdad y verdades que perecen mentiras, no acaban de
distinguir claramente unas de otras, sino por esas decenas de redactores y editores
de programas con millones de seguidores que "tragaron" con esa imagen
de un padre buscando bajo las bombas en una cueva de Afganistán al científico
capaz de salvar a su hija.
Menos mal que siempre hay alguien, en este caso dos
redactoras del diario EL PAÍS, que siguieron todos los pasos que sus colegas de
otros medios, especialmente las televisiones, obviaron. Gracias a ellas y
gracias a su tesón para comprobar cada uno de los detalles de la disparatada
historia del padre de la niña Nadia, supimos de la cara dura y la falta de
sentimientos de un hombre dispuesto a pasear a su hija vía televisor por los
hogares de medio país, mientras pasa el plato de sus cuentas corrientes que le
asegura su tren de vida,
No parece que fuera tan difícil desmontar esta historia que
ahora está en los tribunales con el padre detenido, la madre sin pasaporte y la
niña con una tía, una vez retirada su custodia a tan tramposos padres. No lo
era y, quizá porque arruinaba un bonito cuento, nadie se tomó la molestia de
buscar a los misteriosos sabios que la atendían, ni exigir una certificación
del diagnóstico a los "atribulados" padres, todo lo que ha hecho
ahora el juez que, ante la falta de respuesta, les acusa de utilizar a Nadia
para ejercer la mendicidad.
Todo muy triste y muy chusco. Sin embargo, lo más triste, lo
más chusco del enternecedor "cuento" de Nadia es que los mismos
medios que fueron colaboradores necesarios e irresponsables para que el padre
de Nadia pudiera montar su "negocio", una vez desvelada la trampa, no
han entonado el "mea culpa" que nos deben, no ha habido dimisiones ni
tan siquiera una nota de disculpa ¿para qué, si la segunda parte de la
historia, la de los padres pícaros y estafadores es tan buena como lo fue la
que se "tragaron" como colegiales. Lo más triste es que los medios
son tan culpables como esos padres, porque, sin ellos la mentira y la estafa no
hubiesen sido posibles. Pero ya, se sabe, la vida sigue y el espectáculo debe
continuar.
1 comentario:
Un artículo brillante...
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