Ayer se produjo por fin el lógico y necesario encuentro
entre Pedro Sánchez y Pablo Casado en el Palacio de la Moncloa, un encuentro
que habría que leer como la primera de las muchas entrevistas que tendrían que
haberse celebrado entre el presidente del gobierno y el líder de la oposición,
que no se han celebrado porque uno y otro han estado y perece que algunos aún
lo están tan sólo ocupados en provocar unas nuevas elecciones para ganarlas.
Ese afán destructor que parece dominar el panorama político
español es difícil de explicar, porque ni al país ni a los ciudadanos les
interesa seguir en esa guerra de guerrillas paralizante en la que poco o
ninguno es el terreno que se gana al adversario y pocas son las veces que los
rivales, después de salir al campo abierto de las elecciones se ocupan o pueden
ocuparse de la reconstrucción del terreno que han ocupado.
Esta actitud, que yo calificaría de suicida, no tiene
explicación, salvo que haya algo por detrás que la esté forzando y creo que ese
es el problema, porque Sánchez ha llegado al gobierno con unos socios muy
exigentes, Unidas-Podemos, y una base electoral que no lo es menos, en todo lo
que tiene que ver con la resocialización del país y la deseable desaparición de
la terrible brecha social que la crisis y las recetas con que el PP dice
habernos sacado de ella han abierto entre una España que lo tiene casi todo, el
capital y los medios de producción, y otra que lo necesita casi todo, el
trabajo, la vivienda, la sanidad, las ayudas a la dependencia o la educación.
Sin embargo, los que lo tienen todo, los que se
enriquecieron con la crisis y se hicieron con el poder y la influencia no
quieren renunciar a ello. Quieren seguir pagando pocos o ningún impuesto y
seguir con sus rentas y sus pelotazos, subiendo los alquileres cada año a
precio de un mercado inflado cada mes, si no cada día, y llevado al borde del
reventón, en el que lo que se vente o se alquila no es otra cosa que un bien,
un derecho, garantizado, no os riais, por la Constitución que tanto defienden
los amigos de los especuladores.
De modo que existe una presión del electorado para reducir
esa brecha y restaurar los derechos que les fueron usurpados en aras de
sacar a España de la crisis, sacar a los españoles es ya otra cosa y aún está
pendiente, el gobierno que quiere darles satisfacción pero no puede, la
oposición que quiere ver a toda costa caer al gobierno y, por encima de todos
ellos, los beneficiarios de tanto desgobierno como el que hemos pasados,
atrincherados en sus sicaps, sus paraísos y su ingeniería fiscal, que se llevan
los beneficios de las ventas en mercados etéreos, en los que el "no
futuro" de los jóvenes les arrastra a las compras compulsivas, lejos de la
caja en que se pagan, maquilando pérdidas para evadir impuestos aquí y acabar
pagándolos en cualquier paraíso fiscal.
Por eso, ni los bancos quieren esa tasa aprobada ayer, que
penaliza sus operaciones especulativas y las de sus clientes, ni las grandes
empresas quieren pagar más que lo poco que en general pagan y, por ello, ellas
o sus países matrices, presionan al gobierno para paralizar las tasas "Google
o Tobin", haciéndolas tan efímeras como la efímera república catalana de
Puigdemont.
Ese es el drama que el poder fáctico, el poder en la sombra,
el del dinero, no quiere a Sánchez con su socio, pero no tiene un recambio para
ellos, porque esto todavía es una democracia y el poder aún lo damos y lo
quitamos los ciudadanos. Por eso resultaba patético ver al líder de la
oposición a la salida de su encuentro en la Moncloa, apenas después de haberse
estrellado otra vez en el muro de Venezuela, ofreciendo su ayuda a Sánchez
a cambio de que cumpla el programa del PP que él no fue capaz de llevar a la
victoria. Fue una penosa retahíla de condicionales, uno detrás de otros, a los
que un castizo hubiera añadido "y si a abuela tuviera cojones, sería el
abuelo", porque el PP, al que adora el capital, no tiene los escaños ni
los votos para llevar acabo ese programa que la mayoría de los españoles
negaron en las urnas.
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