Hoy se cumplen dos años de aquel otro uno de octubre en el
que alguien llegó a confundir deseo y realidad y a pensar que la voluntad de
una parte de los ciudadanos de una parte de España podría imponer sus deseos de
independencia al resto. Fue una jornada para olvidar, porque nadie, salvo los
ciudadanos supo estar en su lugar. Los convocantes de aquel referéndum, porque
jugaron por segunda vez a llevar a cabo una consulta sin censo ni garantías,
esa vez a costa de la seguridad de los votantes, algo imprescindible en
cualquier consulta democrática, y los encargados de impedir aquella consulta,
porque, bajo las órdenes de un ministro digno de dirigir un desastre como la
empresa Magrudis que de estar al frente del orden y la seguridad de todo un
país, trataron de apagar con gasolina el fuego encendido por los
independentistas, arrastrando a las urnas incluso a quieres no tenían intención
de votar y se vieron arrastrados a un agujero negro temporal que les devolvía a
lo peor del franquismo.
Es mucho, demasiado, todo lo ocurrido desde entonces: la
declaración de una independencia tan efímera como ilegítima, la aplicación de
un artículo de la Constitución, el 155, con la consiguiente suspensión
temporal de la autonomía, el cese del gobierno catalán y la convocatoria de
unas nuevas elecciones autonómicas en un plazo razonable, elecciones que ganó
Ciudadanos, con Inés Arrimadas al frente, pero que volvió a dar la mayoría de
los escaños del parlamento catalán, aunque no la de los votos a los mismos
independentistas que convocaron aquel referéndum y proclamaron la tan
efímera independencia.
Aquellas fueron unas elecciones a las que concurrieron
candidatos encarcelados y en fuga, algo que da idea de las garantías que el
sistema judicial les dio en tanto no pesen sobre ellos condenas firmes y que
frustró, por un lado, el ánimo provocador de esos partidos y, por otro, la
astucia de quienes les colocaron como locomotoras sentimentales de sus listas,
aún a sabiendas de que si son condenados por el Supremo, podrían perder sus
escaños, como quedó claro en las conclusiones del proceso que también se ha
instruido y juzgado en estos dos años.
Han sido dos años durante los cuales las calles de Cataluña
se han llenado muchas veces con cientos de miles de manifestantes, años en los
que una parte importante de la ciudadanía ha reclamado en paz y armonía esa
independencia imposible que creyeron tocar con la punta de sus dedos, dos años
en los que el entusiasmo de los primeros momentos se ha ido transformando en
melancolía, años en los que la impaciencia de algunos ha llevado a una
peligrosa batasunización, perdón por el "palabro", de las protestas,
con la aparición de los Comités de Defensa de la República, CDR, que, con
ocupación de las estaciones del AVE, los cortes de carreteras, la siembra de
basura frente a las puertas de quienes desprecian, las pintadas y las
contramanifestaciones plantadas ante quienes no piensan como ellos, han subido
la temperatura y la crispación de esas calles que ya no llenan como antes.
Dos años durante los que se ha hablado demasiado de Cataluña
y muy poco de los catalanes, dos años durante los que poco o nada se ha hecho
por su bienestar y sus problemas, dos años que han ahondado el cansancio y la
frustración de los catalanes de a pie, a los que un día les prometieron el
paraíso y se ven ahora igual o peor que antes, dos años después de los cuales
esa frustración va dando paso a las temibles "vanguardias",
dispuestas a conseguir por su cuenta, eso piensan a menos, lo que la gente en
la calle no alcanza.
A los catalanes se les dijo, recordadlo y que lo recuerden
ellos, que, tras la proclamación de su ansiada independencia, la Unión Europea
le abriría sus puertas y le haría un sitio en Bruselas. Pero no fue así,
porque, hoy, el único que tiene casa, si no en Bruselas, cerca, es el huido
Puigdemont. Les hicieron soñar con Lituania y están hoy peligrosamente más
cerca de Crimea quede la república báltica, sobre todo desde que, como sabemos,
existe una vanguardia dispuesta a meter sus manos en el amonal y la goma-dos,
como aquellos jóvenes nacionalistas vascos que hace medio siglo sentaron sin
saberlo las bases de una "guerra de liberación" que, sin llegar a
ningún sitio, dejo atrás centenares de muertos y millares de víctimas.
Aquellos primeros etarras eran todos jóvenes, estos CDR
detenidos, no. Son cuarentones, si no cincuentones, con familia, y aún está por
ver qué relación tienen con ese presidente de la Generalitat que no da el paso
de condenar su, parece que probada, intención de sembrar la violencia.
Demasiado "viejos" para ser sólo soñadores, porque, con veinte años,
se tienen sueños, con más de cuarenta, lo que se tiene son intereses.
En fin, han pasado dos años y, si alguien no recupera la
cordura y deja de pensar en héroes y mártires, para hacerlo en la gente
corriente, no auguro nada bueno, porque en esa mezcla legendaria de seny
y rauxa, sentido común y arrebato, de la que tanto presumen los catalanes, no
conviene pasarse con el arrebato.
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