Nunca he entendido el aparente prestigio que tiene ser rubia
en España. Nunca lo he entendido, pero que lo tiene es un hecho incontestable.
No hay más que esperar el autobús de mi barrio en La Latina a la hora que
termina el culto de algún templo evangelista de la zona para comprobar que la
mayoría de las mujeres gitanas, de todas las edades que regresan alborozadas y
divertidas a los bloques de San Isidro son tanto o más rubias que la presidenta
Cristina Cifuentes. Rubias "de bote", indisimuladas, que contrastan
con el moreno de su propia piel y de sus cejas o el de sus hijos. Milagros, en
fin, de la genética y el marketing de la cosmética.
Debe ser que lo diferente, lo inusual, llama la atención y
atrae. Debe ser que el mito Marilyn o el de aquellas "suecas" que,
con sus bikinis, despertaban pasiones en nuestras playas en los
últimos años del franquismo perviven entre nosotros y que a al machote español
les gusta adornarse d vez en cuando con la compañía de alguna rubia. Debe ser
eso, el falso color del pelo y el afán de gustar, lo único que tienen en común
las "pijas" del barrio de Salamanca o Pozuelo con las
"poligoneras de los barrios y ciudades del sur y el este de Madrid.
Por eso no me extrañó enterarme de que a Cristina Cifuentes
le parece bien eso de "hacerse la rubia" cuando se reúne con hombres
para conseguir los objetivos que se propone. Lo dijo en una entrevista para el suplemento
de moda de EL PAÍS y, aunque no me sorprendió, sí me indigno, porque dice muy
poco de quien, desde su posición debería luchar para acabar con ese machismo
que, por desgracia y a nuestro pesar, llevamos los hombres bajo la piel, un
machismo inconsciente, resultado de demasiados años de "mala"
educación, un tobogán resbaladizo por el que podemos caer con facilidad.
Por eso, lo peor de lo dicho por la presidenta madrileña no
es la imagen tan tópica y vulgar que puede llegar a transmitir de las
"ejecutivas", le faltó decir que, como la protagonista de aquel
bochornoso anuncio de limpia muebles, quita el polvo de la mesa del consejo
antes de comenzar las reuniones. Lo peor no es ni siquiera eso, lo peor es
que está convencida de la bondad de lo que dijo y que, otra vez, han sido los
otros los que hemos sacado de contexto sus palabras.
Lo peor es que dio las explicaciones, con esa voz suya, un
poco vulgar, bastante desagradable y muy autoritaria, justificándose de
nuevo en lo dicho, sin apearse un milímetro de tan deplorable imagen y
añadiendo, ya en una segunda justificación, que "entre los suyos" se
dice mucho lo de "hacerse la rubia" y también que "sin tacón no
hay reunión".
En resumen, lo peor de las palabras de la señora Cifuentes,
empeñada en aparecer como moderna y progresista, incluso se tiene por
republicana, no son las palabras en sí, sino su incapacidad de ver en ellas ese
"micromachismo" contra el que, dice, se ha propuesto luchar. En fin,
la señora Cifuentes me recuerda al personaje encarnado por Paco Martínez Soria
en "El difunto es un vivo", una película de 1943, en la que el
personaje que interpreta, para igualarlas, va serrando las patas de un juego de
sillas de las que una cojea coja, hasta dejarlas casi del tamaño de ridículas
banquetas Cifuentes, como el personaje de la comedia, por no querer
reconocer el machismo que encierran sus palabras, cada vez que trata de
explicarse arruina un poco más el salón comedor de su imagen.
2 comentarios:
Excelente !
¡Muy bueno!
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