viernes, 11 de noviembre de 2016

MI LEONARD COHEN


Siempre fui un devoto de Leonard Cohen. Incluso, cuando, para mí, que nací bajo el franquismo, en el que aprender inglés era un lujo, sus letras, sus poemas, eran un tesoro escondido que había que descubrir de la mano de un amigo o esperando la publicación de esos cancioneros, escasos y difíciles de conseguir, que me enseñaron quién era Suzanne, la prostituta del río, o cómo se siente un pájaro en el alambre.
 Me bastaba con escuchar su voz. Esa voz, a la voz triste y cercana, como la de un amigo llorando sus penas, como la de un hermano mayor que te descubriese los callejones más oscuros de la pena, para, luego, sacarte a la luz de las farolas o llevarte a la barra de un bar o a la mesa de un café. N o ha sido hasta hace poco que he llegado al fondo de sus poemas, que he sabido de su amor imposible, pero hermoso por Marianne, que he entendido su religiosidad vital e indeterminada y me ha complacido su dignidad en la defensa de la justicia y la democracia real, que a veces le llevaba al deseo de romper cristales.
Me bastaba. Me recuerdo repitiendo una y otra vez, ante quienes se permitían roncar burlonamente, incluso ante un micrófono abierto y que hoy, porque toca, llenarán de flores su recuerdo, que, le bastaba dar los buenos días, con su voz, con la cadencia que daba a sus palabras, para convertir el saludo en canción. Cohen, un hombre en crisis continua, como todos, aunque lo disimulemos para no mostrarnos débiles, era así.
Había algo hipnótico en su forma tímida y sencilla de cantar. Aún recuerdo cómo hace ya cuarenta años, en época de exámenes, en el piso de estudiantes de unas amigas, sonaba una y otra vez durante la noche, cara A y cara B, aquel maravilloso álbum, entonces LP, "New skin for the old ceremony". Tanto que en algún momento la contumaz insistencia del propietario del disco, acabó en un estallido de ira de algún compañero involuntario del desvelo.
Recuerdo también que mi primer disco de Cohen lo compré en Discos Algueró, junto a la Gran Vía y frente a la que sería mi casa, mi lugar de trabajo, durante un cuarto de siglo, una cadena de radio, en la que el poeta canadiense nunca tuvo demasiada suerte. No recuerdo como pagué aquel "Songs from a room" que compré y que se abría con aquel "Bird on the wire" en el que también "The partisan", una canción que hablaba de invasores y resistentes que aprendí de memoria, en inglés y en francés y que pasó a ser uno de mis himnos, no recuerdo cómo lo pagué, porque entonces no tenía ingresos, aunque lo más probable es que fuese con algún dinero de cumpleaños o los reyes magos o, quién sabe, con el fruto de algún trampeo en el cajón de la tienda familiar.
Lo cierto es que mi vida está salpicada de canciones de Cohen, las de su primera época o las que le ayudó a "armar" la maravillosa Sharon Robinson, a quien. siempre generoso, incluyó, no sólo en los créditos, sino en forma de presencias -sombras o siluetas- en las portadas de los álbumes, que arregló y ayudó a componer. Mi vida está llena de Cohen y, sin embargo, nunca le vi cantar en directo. Y eso que en sus últimos años se prodigó en España, en giras que a punto estuvieron de costarle la vida, en las que se dejó acompañado por Javier Mas, el magnífico guitarrista catalán que dio personalidad a algunos de los mejores directos que yo haya escuchado nunca. No fui a verle, porque temo ver de cerca a la gente que admiro. Y ahora sé que perdí una oportunidad de tocar la gloria.
Por último, si me lo permitís, os invito a escuchar y leer dos de sus canciones, dos canciones que hablan de ese amor triste y atormentado, siempre con la presencia del otro, del rival al que no se puede derrotar, sea hermano o colega: “The famous blue raincoat" o "Chelsea Hotel”.
En fin, esto ha sido sólo una aproximación a un retrato de un hombre bueno y perfectamente amable, en el más literal de los sentidos. Un retrato de "mi" Leonard Cohen, que hoy se me ha ido, aunque os aseguro que siempre estará conmigo.