Siempre fui un devoto de Leonard Cohen. Incluso, cuando,
para mí, que nací bajo el franquismo, en el que aprender inglés era un lujo,
sus letras, sus poemas, eran un tesoro escondido que había que descubrir de la
mano de un amigo o esperando la publicación de esos cancioneros, escasos y
difíciles de conseguir, que me enseñaron quién era Suzanne, la prostituta del
río, o cómo se siente un pájaro en el alambre.
Me bastaba con escuchar su voz. Esa voz, a la voz
triste y cercana, como la de un amigo llorando sus penas, como la de un hermano
mayor que te descubriese los callejones más oscuros de la pena, para, luego,
sacarte a la luz de las farolas o llevarte a la barra de un bar o a la mesa de
un café. N o ha sido hasta hace poco que he llegado al fondo de sus poemas, que
he sabido de su amor imposible, pero hermoso por Marianne, que he entendido su
religiosidad vital e indeterminada y me ha complacido su dignidad en la defensa
de la justicia y la democracia real, que a veces le llevaba al deseo de romper
cristales.
Me bastaba. Me recuerdo repitiendo una y otra vez, ante
quienes se permitían roncar burlonamente, incluso ante un micrófono abierto y
que hoy, porque toca, llenarán de flores su recuerdo, que, le bastaba dar los
buenos días, con su voz, con la cadencia que daba a sus palabras, para
convertir el saludo en canción. Cohen, un hombre en crisis continua, como
todos, aunque lo disimulemos para no mostrarnos débiles, era así.
Había algo hipnótico en su forma tímida y sencilla de
cantar. Aún recuerdo cómo hace ya cuarenta años, en época de exámenes, en el
piso de estudiantes de unas amigas, sonaba una y otra vez durante la noche,
cara A y cara B, aquel maravilloso álbum, entonces LP, "New skin for the
old ceremony". Tanto que en algún momento la contumaz insistencia del
propietario del disco, acabó en un estallido de ira de algún compañero
involuntario del desvelo.
Recuerdo también que mi primer disco de Cohen lo compré en
Discos Algueró, junto a la Gran Vía y frente a la que sería mi casa, mi lugar
de trabajo, durante un cuarto de siglo, una cadena de radio, en la que el poeta
canadiense nunca tuvo demasiada suerte. No recuerdo como pagué aquel
"Songs from a room" que compré y que se abría con aquel "Bird on
the wire" en el que también "The partisan", una canción que
hablaba de invasores y resistentes que aprendí de memoria, en inglés y en
francés y que pasó a ser uno de mis himnos, no recuerdo cómo lo pagué, porque
entonces no tenía ingresos, aunque lo más probable es que fuese con algún
dinero de cumpleaños o los reyes magos o, quién sabe, con el fruto de algún
trampeo en el cajón de la tienda familiar.
Lo cierto es que mi vida está salpicada de canciones de
Cohen, las de su primera época o las que le ayudó a "armar" la
maravillosa Sharon Robinson, a quien. siempre generoso, incluyó, no sólo en los
créditos, sino en forma de presencias -sombras o siluetas- en las portadas de los
álbumes, que arregló y ayudó a componer. Mi vida está llena de Cohen y, sin
embargo, nunca le vi cantar en directo. Y eso que en sus últimos años se
prodigó en España, en giras que a punto estuvieron de costarle la vida, en las
que se dejó acompañado por Javier Mas, el magnífico guitarrista catalán que dio
personalidad a algunos de los mejores directos que yo haya escuchado nunca. No
fui a verle, porque temo ver de cerca a la gente que admiro. Y ahora sé que
perdí una oportunidad de tocar la gloria.
Por último, si me lo permitís, os invito a escuchar y
leer dos de sus canciones, dos canciones que hablan de ese amor triste y
atormentado, siempre con la presencia del otro, del rival al que no se puede
derrotar, sea hermano o colega: “The famous blue raincoat" o "Chelsea
Hotel”.
En fin, esto ha sido sólo una aproximación a un retrato de
un hombre bueno y perfectamente amable, en el más literal de los sentidos. Un
retrato de "mi" Leonard Cohen, que hoy se me ha ido, aunque os
aseguro que siempre estará conmigo.
1 comentario:
Una leyenda...
Publicar un comentario