Lo de Pedro Sánchez no puede acabar bien. No puede acabar
bien, porque tampoco empezó bien. Sus compañeros del PSOE le eligieron para la
secretaría general pensando en las inmediatas elecciones y eligieron un cartel
electoral, una sonrisa "profidén", un atleta digno del escaparate de
una tienda de modas, sin caer en la cuenta de que los grandes de la moda ya no
ponen maniquíes en sus escaparates ni de que, en estos tiempos que vivimos, se
vende mucho más el rojo Colgate que el azul del profidén, No sé si son
prejuicios, supongo que sí, pero tiendo a desconfiar de alguien de quien lo
primero que se dice es que es guapo o que está muy bueno. Y eso es lo que ha
ocurrido con este líder improvisado que nada más ocupar su despacho en Ferraz
puso patas arriba el partido en Madrid, fulminando a su secretario general,
Tomás Gómez, y poniendo en su lugar una gestora con Rafael Simancas al frente
que consiguió lo que parecía imposible, hundir aún más sus resultados,
dejándolos en la capital casi al borde de la marginalidad y salvando los
muebles en la comunidad con la presencia en el cartel de Ángel Gabilondo, un
prestigioso independiente, del que Sánchez parece haber aprendido poco.
Por si fuera poco, el impulsivo secretario general tardó
poco en convertirse en juguete de los barones, esos personajes que gustan de
ladrar desde la seguridad de los tobillos de su amo, sin salir casi nunca a
campo abierto, y que andan perdonándole la vida desde el minuto cero,
dejándole que se cueza en el jugo de su torpeza, mientras esperan a que su
recambio, Susana Díaz, esté lista para asumir el reto y le apetezca dejar la
comodidad de un territorio, Andalucía, que, por su estilo, por la tradición del
voto y por la falta de adversarios de fuste, le es tan propicio.
Pedro Sánchez ha sido para las bases socialistas como esos
frutos de invernadero, tersos, brillantes y apetitosos que, una vez en la mesa,
resultan insípidos y duros, tanto que, después de catados, acaban en la basura
o criando moho en el fondo de la nevera. Y desgraciadamente es así.
Desgraciadamente, el secretario general socialista engaña a los suyos, engaña a
sus votantes y me temo que también se engaña a sí mismo, diciendo en campaña
unas cosas que, a la hora de la verdad, nunca cumple. Y, si no lo hace, es
porque su verdadero interés, para desgracia de quienes le creyeron, está en su
propia supervivencia, incluso más que en la de su partido.
Me explico: cuando Sánchez intentó formar gobierno a nadie
le dijo que lo hacía con una mano atada a la espalda o, cuando menos, con las
cartas marcadas. A nadie le dijo que nunca quiso o que otros no le dejaron
explorar la única posibilidad de gobierno que había, la de la alianza de
izquierdas que dejó para el final y sin esperanzas. Lo de la unidad de España,
que tanto me recuerda al "Una, grande y libre" del franquismo fue la
excusa perfecta. Perfecta y mentirosa, porque ningún demócrata puede rechazar
la esencia de la democracia que no es otra que la consulta. Y ningún demócrata
que lo sea puede oponerse a que alguien lo pretenda.
Lo de Cataluña, dicho así y por simplificar, no es más que
miedo a dejar en manos del PP el patrimonio de la unidad de España, sin pararse
a pensar en que hay muchas otras soluciones que, hoy por hoy y antes de que se
pudran más las cosas, son viables. Hoy por hoy, creo sinceramente que una
consulta bien planteada, en la que los ciudadanos tuviesen toda la información,
daría como resultado una victoria, apretada quizá, pero victoria, a favor de la
permanencia en España, naturalmente bajo otro tipo de relación, que bien podría
ser la de la federación.
Pero no. Es más fácil hablar de riesgos y seguridades. A
pesar de que los españoles llevamos ya años padeciendo los rigores de una
crisis injustamente repartida de la que, me temo otra vez, sus señorías poco o
nada han sabido. Por eso hay tanta gente que no responde a las amenazas de un
Jordi Sevilla, asesor económico de Zapatero, entregado a los brazos de la
banca, asustándonos con las llamas del "no" euro, como si no
supiésemos que la UE nunca va a renunciar a España como mercado, como no se
atrevió a renunciar a la "díscola" Grecia de Tsipras. Sevilla
defiende más bien, no la seguridad de los españoles, sino la del cáncer
neoliberal que se ha apoderado del cerebro y el corazón de quienes deciden e
imponen lo que se hace en Europa.
Pero, claro, Jordi Sevilla nunca irá a los mítines y actos
de Pedro Sánchez, ni siquiera como parte de ese "público forillo" que
agita banderas tras el líder, todos jóvenes y guapos como él y, también como
él, más pendientes de las cámaras y de la puesta en escena que de lo que se
dice y se escucha. No estará Sevilla y sí otras caras, viejas y nuevas, más
limpias que la de Sevilla y quienes rodean al candidato, caras nuevas,
salvavidas de un Pedro Sánchez que, pase lo que pase, lo tiene perdido, ya que,
aunque iguale el resultado de noviembre, algo que ya nadie espera, nunca será
presidente ni siquiera quien negocie en nombre del PSOE cualquier nueva
investidura que proponga Felipe de Borbón.
Pedro Sánchez acabará siendo eso, el chico del cartel por el
que optaron sus compañeros deprisa y corriendo y que quedará en eso en humo de
un sueño en el que ni él ni sus barones quisieron creer.
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